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AS COLOR Nº1

Urtain: el sacrificio del ídolo de la tribu

José Manuel Ibar (1943-1992) fue uno de los personajes más populares en los sesenta y setenta.

Urtain al término de un combate.

Cuando el 21 de julio de 1992, cuatro días antes de iniciarse los Juegos Olímpicos de Barcelona, José Manuel Ibar Urtain se lanzaba desde el balcón de su casa en la calle Fermín Caballero de Madrid y se cerraba la apasionante historia de un personaje que conmocionó al país al final de la década de los sesenta. Su irrupción en el boxeo fue espectacular. Era 1968. El franquismo agonizaba. Aquel país que quería desatarse de las cadenas de la dictadura que llevaba aprisionándole durante treinta años descubrió a aquel morrosko fuerte como un toro, el mejor levantador de piedras de Euskadi. Era una fuerza de la naturaleza, cuando contraía los músculos te dejaba con la boca abierta. Un prodigio. Se llamaba José Manuel Ibar Azpiazu. Hijo de José y Felisa, era el segundo de una familia de diez hermanos. Los genes de hierro le venían de su padre. “Mi padre era el hombre más fuerte del País Vasco. Cuando yo era un chaval, sus proezas con las piedras estaban en la boca de todos. ¿Que si era más fuerte que yo? Creo que sí. Yo no he visto a nadie tan fuerte como él. Heredé su apodo, Urtain, que era también el nombre del caserío en que vivíamos”. José Manuel Ibar me contó su historia en una larga biografía que le hice en 1974 y que se publicó entonces en el primer AS Color. En el caserío, entre Cestona y Arrona, en un lugar idílico, donde los ojos se llenan con el verde del paisaje, creció este vasco temible que cautivó a los españoles cuando empezó a derribar hombres sobre el cuadrilátero. Cuenta la leyenda —la historia del Tigre de Cestona está plagada de leyendas— que el padre de Urtain falleció como consecuencia de una apuesta con un grupo de amigos en un bar. Hasta quince tenían que saltar desde la barra sobre su pecho. José Manuel nunca quiso hablar sobre lo ocurrido. Él se sentía orgulloso de sus éxitos como levantador de piedras. “Lo más importante que he hecho es levantar una piedra cúbica de 188 kilos, 12 veces en quince minutos. Desde crío me dediqué a levantar piedras siguiendo los pasos de mi padre. En casa siempre estaba practicando. Mi hermano Cándido se inclinaba por la pelota vasca y yo por las piedras. Mi padre había logrado levantar las piedras más destacadas, incluida la famosa de Amezqueta. ¿Que si yo lo hice después? Sí, sí, pero ya era mucho más fácil. A esa piedra de Amezqueta le hicieron una especie de agarradera, con la que desaparecería su principal dificultad que estribaba en que no había por dónde cogerla. A los 16 años realicé mi primera exhibición como levantador de piedras en Zumaya. Levanté la piedra de 96 kilos en dos tandas de dos minutos. Hice veintiuna alzadas y dos nulas y ya se empezó a hablar de mi fortaleza”. Urtain me contó en aquellas dos tardes que me encerré con él en su casa madrileña de Víctor de la Serna para recoger datos para su biografía que firmó su primer contrato como levantador profesional por cinco mil pesetas al mes más la mitad de lo que se conseguía en las apuestas. José Manuel descubrió cosas turbias detrás del mundo de las apuestas, por eso decidió establecerse en solitario. “Sabía que me engañaban en lo relacionado con las apuestas. Recuerdo que una vez en Munitibar habían apostado cincuenta mil pesetas. Al terminar la prueba fui a por mi dinero y no vi un duro. Uno de los socios se había marchado con el dinero de la taquilla, otro con el de las apuestas y un tercero con el del contrario. Me quedé solo con las piedras y decidí establecerme por mi cuenta”. Urtain hizo más de doscientas exhibiciones por los pueblos y ganó más de dos millones de pesetas. “Cobraba siete mil pesetas por exhibición, lo de las apuestas era aparte, pero solamente hice siete. Perdí una a causa de las ventajas tan grandes que tenía que conceder”.

Aquel día, en aquella larga conversación en 1974 con José Manuel Ibar, le hablé de las acusaciones de tongo en el boxeo y de hacer trampas con las piedras. Se defendió con uñas y dientes. Nunca aceptó, por lo menos delante de mí, haber par ticipado en ningún amaño ni de combates ni de apuestas. “Si hubo tongo en alguna pelea, yo no me enteré, te lo aseguro. Con las piedras jamás hice la menor trampa, y eso lo mantengo ante quien sea. Se ha dicho que la única apuesta que perdí estaba preparada. Es mentira. Tenía por adversario a Usateguieta II, competíamos con la cilíndrica de cien kilos. Él con las dos manos y yo solamente con una. En la primera tanda de diez minutos levanté diez veces más que él. Después sufrí un agarrotamiento de arterias y quedé hecho polvo. Dijeron que estaba amañado, no era cierto. Además, le jugaba cinco mil duros. Pedí la revancha en las mismas condiciones”. Usateguieta aceptó la revancha y Urtain venció con la mano izquierda. Se llevó los cinco mil duros y la taquilla. El mundo de las piedras se le quedaba pequeño a Urtain. Tenía que dar demasiadas ventajas y los aficionados aportaban muy poco dinero. El negocio se iba al traste. José Manuel Ibar se había quedado solo con sus piedras y con sus récords. Estas eran las marcas que Urtain tenía como levantador de piedras cuando el boxeo se cruzó en su camino: Piedra cúbica, de 188 kilos, doce veces en quince minutos. Piedra rectangular, de 170 kilos, veintitrés alzadas en diez minutos. Con la piedra esférica, después de colocársela en la espalda, era capaz de ponerse y anudarse la corbata.

“NO ME GUSTA EL BOXEO, YO SÓLO PELEO POR DINERO”

A Urtain no le gustaba el boxeo como deporte, le parecía brutal y salvaje. “Yo sólo boxeo por dinero. Si no me pagasen, no me pondría los guantes”, repitió una y mil veces. Fue su amigo Isidro Echevarría quien le convenció para que probase suer te como boxeador. Echevarría puso los cimientos del clan Urtain. “Yo le hablé del boxeo y le presenté a Miguel Almazor, que fue su primer entrenador –contó Echevarría–. Tardé en convencerle pero lo conseguí. Cuando ya era un boxeador de cierta fama empezaron a llamarme hermano espiritual, quizá porque mi única misión consistía en aconsejarle”. Por aquellos consejos Isidro Echevarría cobraba el cinco por ciento de las bolsas del morrosko. El mecenas del clan fue José Lizarazu, propietario del hotel Orly, donde montó un gimnasio para que se entrenase Urtain. Lizarazu creía que aquel levantador de piedras de músculos espectaculares podía llegar a ser un nuevo Paulino Uzcudun, el mejor peso pesado de la historia del boxeo español. Era el año 1968. Estaba a punto de echarse a rodar la gran bola, el boom que durante unos años pondría en pie a un país con ansia de ídolos. Urtain daba el tipo. Pero el plan tenía varios fallos: a José Manuel no le gustaba el boxeo ni entrenarse, y era demasiado mayor, cuando debutó en Villafranca de Ordizia tenía veinticinco años, para aprender a boxear. El debut de Urtain fue como destapar una botella de champán. Un pelotazo que prendió la mecha de una explosión popular. “Había un ambiente extraordinario en Villafranca, yo en mi tierra tenía el respeto de todos como levantador de piedras –recordaba José Manuel en 1974–. Todos querían verme en el ring, la gente se volcó en el campo de fútbol, acudieron más de quince mil personas, el público destrozó varias puertas en su intento de entrar, fue un éxito impresionante”. Tony Rodri, que así se llamaba su rival, le duró diecisiete segundos en pie y salió despedido fuera del cuadrilátero. La pelea tuvo que repetirse para el magnífico documental sobre Urtain que en 1969 rodó Manolo Summers, con la visión irónica y punzante que tenía del mundo y del boxeo. A quienes no lo hayan visto, intenten buscarlo: 'Urtain, el rey de la selva o así…'. Es un documento excepcional como casi todo lo que hacía el genial director de cine. José Manuel bromeaba al contar lo que ocurrió durante el rodaje. “Se puede decir que a Tony Rodri le tumbé dos veces. Cuando Summers hizo la película no encontramos imágenes del combate y lo preparamos todo para repetirlo. Pero las tomas salían mal una y otra vez, estábamos desesperados y le pregunté a Manolo: ‘¿Y si le pego de verdad?’. Él se encogió de hombros. Repetimos la escena y le solté un derechazo terrible que no se esperaba y que le hizo salir disparado. Sus representantes querían cobrar más porque el tortazo real no estaba en el acuerdo”.

Desde que Urtain empezó a derribar hombres los ojos de todo el país se volvieron hacia él. Era un superhombre, un pegador con dinamita, sus rivales se arrodillaban uno detrás de otro. Se produjo una hipnosis colectiva. España descubrió a su nuevo ídolo, al más fuerte, el rey del K.O. Era uno de los nuestros. Urtain despertó pasiones. Una parte de la tribu se rindió ante él. Y otra empezó a gritar: “¡Tongo!, ¡tongo!”. Al clan no le importaba. Se llenaban los recintos y se vendían las entradas a precios astronómicos. Urtain generó ríos de dinero, una catarata de pesetas que inundó a sus mentores, se vendían periódicos, muñequitos con su efigie, fue un negocio para todos. Almazor elegía con cuidado a los rivales del héroe, camioneros de medio mundo, boxeadores acabados, tipos que se asustaban con sólo ver los brazos del Tigre de Cestona. El preparador sacó pesos pesados de debajo de las piedras a mayor gloria del morrosko. El fenómeno creció y creció. Urtain ganó 27 combates seguidos por K.O. Tenía partidarios incondicionales y detractores implacables. Dividió al país, para unos era el rey del K.O y para otros una “coliflor de Utrera”, que fue como le definió el excampeón Luis Folledo. En los 27 combates, sólo pasó un momento de apuro, fue en Irún frente Macan Keita. José Manuel estuvo tocado y entonces se apagaron las luces del Pabellón. Cuenta la leyenda que alguien del clan se acercó a la esquina de Keita para aumentarle la bolsa para que se tirase. Urtain me explicó así lo que sucedió aquel día: “En el segundo asalto se debieron de fundir los plomos y se apagó la luz, pensé que habría sido algún gracioso. Yo estaba tocado, porque me había alcanzado en la mandíbula. Cuando se reanudó la pelea en vez de un negro comencé a ver dos. El árbitro me gritaba ‘¡break!’ para que no me agarrase. Y yo me decía: si le suelto, me caigo al suelo. Pero me recuperé. Me entró tal rabia que no paré hasta que le derribé”. Un apagón oportuno. Entre escándalos y K.O.’s, Urtain se colocó a las puertas del título de Europa.

CON RENZO CASADEI, BRAZO DERECHO DE VICENTE GIL, MÉDICO DE FRANCO

José Manuel Ibar llegó al título de la mano de un zorro del boxeo, el italiano Renzo Casadei, que había sido el brazo derecho en el boxeo de Vicente Gil, el todopoderoso médico de Franco, gran aficionado al pugilismo, que fue presidente de la Federación Española y de la Unión Europea de Boxeo. Urtain había roto con el clan tras el K.O. número 18. “La ambición de ellos motivó la ruptura, yo era el que recibía los golpes. También me di cuenta de que Almazor estaba capacitado para nadar en un ring con poca corriente, o en un mar sin olas –me explicó Urtain–. Era un preparador para andar por casa, pero yo necesitaba a alguien para moverse en el plano internacional”. Y ese era Casadei, que entonces también dirigía al otro gran ídolo del boxeo español, Pedro Carrasco. Pedro y José Manuel Ibar formaron durante un tiempo un pareja inseparable. La trayectoria de Urtain rompe con el cliché de que era un hombre simple al que todos engañaban. No era así. A José Manuel no se le engañaba tan fácilmente, se dejaba manipular sólo si le interesaba. Su historia no es la de Toro Moreno, el personaje de ‘Más dura será la caída’, la maravillosa novela de Budd Schulberg llevada al cine por Mark Robson con Humprey Bogart en el papel de Eddie, el periodista deportivo duro y corrupto que al final se apiada del gigante. Ahí está reflejado Primo Carnera y no José Manuel Ibar, que siempre supo con quien se jugaba los cuartos y eligió su rumbo cuando pudo. Por eso rompió con el clan y por eso también se separó de Casadei después de conquistar el Europeo, porque no le cuadraban las cuentas y él quería controlar el dinero que generaba. “No fui un desagradecido con Renzo, le tengo bien pagado lo que hizo por mí. Él recibió su parte y quizá más, yo vi algunas cosas que no me gustaron y corté en seco”. Urtain acusaba a Casadei de recibir más dinero del que le liquidaba como bolsa de sus combates. El italiano siempre lo negó.

En abril del 70 Urtain estaba en su cénit. Su duelo con Peter Weiland, con el título de Europa en juego, paralizó al país. El alemán provocó con sus declaraciones a los fans del morrosko. Era un tipo gordo y calvo, que se presentó en Madrid con un peluquín y que tocó la fibra de quienes tenían a Urtain por un ídolo invencible. “Las piedras que Urtain levanta yo se las lanzo a los pajaritos. Le ganaré sin quitarme el bisoñé. Después del combate me interesaré por su salud. Conservaré el título, conoceré España y ganaré fácilmente la mayor bolsa de mi vida. Urtain es un fantoche”. Sus declaraciones se consideraron un insulto nacional. Weiland cobró una bolsa de tres millones y medio de pesetas, aunque hay quienes afirmaron que se llevó el doble para dejarse el título en Madrid. En el boxeo los tongos tienen difícil demostración. Weiland no tenía pinta de deportista, estaba fondón, con una barriga de bebedor de cerveza que le delataba. Urtain le tumbó en el séptimo asalto. Fue su mejor momento, estaba en las nubes, en el cielo de los campeones. A partir de entonces llegaría la hora de la verdad. Urtain reinó seis meses, desde abril hasta octubre de 1970. Hizo una defensa dramática del título ante Jurgen Blin en la que quedaron de manifiesto sus limitaciones, ganó por puntos después de quince asaltos en los que sufrió como no lo había hecho nunca hasta entonces. Era el principio de la caída. En octubre Urtain se encontró en Londres con Henry Cooper, un veterano de vuelta pero con una técnica excelente, un boxeador de verdad. Cooper desenmascaró a Urtain. El ídolo no tenía recursos, demasiado bisoño, sus piernas parecían de madera, a medida que pasaban los asaltos se convirtió en un náufrago que buscaba desesperadamente aire para sus pulmones, daba angustia verle sufrir. Toda la parafernalia montada para apoyar a Urtain en Londres –el torero Andrés Vázquez sacó la bandera española y Bobby Deglané lo narró para TVE– se vino abajo. La txapela con la que iban a coronar al campeón tuvieron que ponérsela a Henry Cooper.

La batalla de Londres marca el final del boom Urtain y el principio de la decadencia. El fenómeno había sido tan grande, tan bien llevado, que tardó años en desmontarse. El morrosko se instaló en Madrid cuando comenzó su escalada en el boxeo, su primera mujer, Cecilia, se quedó en el caserío con los tres hijos –José Manuel, María Jesús y Francisco– que tuvo con ella, después se unió a María Luisa con la que tuvo otros dos, Vanessa y Eduardo. Urtain fue un personaje excesivo, en el comer y en el beber, en el sexo, en la vida, un superdotado físicamente que creía que su cuerpo podía resistirlo todo. Madrid le cambió. Descubrió un mundo que desconocía, se dejó mecer por el éxito y la inmensa popularidad que alcanzó. Quería pasarlo bien y disfrutar de la vida. Llegó con una nariz afilada que se le fue aplastando con los golpes que recibía. Fue perdiendo los músculos por su falta de afición al entrenamiento y por la vida que llevaba. Urtain se hacía trampas a sí mismo, se concentraba en Torrelodones o en Las Matas, pero casi todas las tardes se escapaba a Madrid y regresaba de madrugada después de sus juergas. En el ring sufrió y sufrió en casi todos sus combates desde el duelo con Cooper. Urtain se entrenaba mal, pero se comportaba como un valiente en el ring, tenía un corazón gigante y recibió algunas palizas tremendas. Yo recuerdo la que le propinó el argentino Goyo Peralta o la que le dio Alfredo Evangelista ya al final de su carrera, o el tremendo K.O. ante un boxeador menor, Alberto Lovell, en el Campo del Gas. También le vi ganar otra vez el título de Europa frente a Jack Bodell en 1972. Quizá fue el triunfo que más le alegró, porque ni él se lo esperaba. Consiguió un K.O. espectacular y se reivindicó a sí mismo. “Esa victoria fue limpia, clara y contundente y me causó una gran alegría porque las críticas habían sido muy fuertes, demasiado duras”, me dijo.

Urtain se retiró en 1977, con un historial de 68 combates, 53 victorias, 11 derrotas y 4 nulos. Durante una temporada practicó la lucha libre en un último intento de explotar su nombre. Las cosas empezaron a irle mal. Estuvo de relaciones públicas en una discoteca en Burgos, probó en la hostelería. Montó un restaurante con uno de sus hermanos en Castilleja de la Cuesta (Sevilla). No funcionó. Allí empezaron sus problemas de salud, estuvo internado durante veinte días en un hospital por problemas respiratorios. Se volvió a Madrid y par ticipó como socio en un bar-restaurante situado en la misma calle en la que vivía, Fermín Caballero. Las cosas le iban de mal en peor. Sufrió un accidente automovilístico viajando de Sevilla a Madrid en 1989 y estuvo ingresado en La Paz. Tenía problemas en una pierna, le hicieron un injerto porque había perdido masa, se quedó casi sin voz durante unas semanas, al coche le dieron siniestro total. En La Paz le hice la última entrevista, que se publicó en AS el 8 de septiembre de 1989. Estaba gordo, se habían derretido los músculos con los que nos impresionaba cuando llegó a Madrid. Aquel día le llevé desde el hospital hasta su casa en Fermín Caballero, le dejé tomando un pacharán en un bar cercano después de una larga charla. Su situación fue empeorando, un año antes de su suicidio se vio obligado a vender a su socio su parte en el negocio. Le acusaban de no tomarse el trabajo en serio, de beber demasiado y de no mirar el dinero. No supo salir del círculo vicioso en el que se había metido. Yo hablé con él un mes antes de que se tirara desde el balcón. Urtain me llamó por teléfono a la redacción de AS para que intentara conseguirle una reunión con Enrique Sarasola, que entonces llevaba la carrera de Poli Díaz y era un hombre poderoso con muchísimos contactos. Pretendía que le ayudase. Necesitaba dinero. Intenté infructuosamente montarle aquella reunión. No lo conseguí. Se le cerraron todas las puertas. Estaba solo y arruinado cuando se lanzó al vacío.

Fue nuestro ídolo, el héroe de la tribu, despertó nuestros instintos más atávicos porque era el más fuer te y parecía invencible, un hombre bueno y excesivo, con defectos gigantes como sus músculos poderosos. No merecía acabar así. Generó dinero en oleadas para todos los que le rodeaban y nadie le echó la mano que necesitaba cuando el mundo que le adoró como a un ídolo le volvió la espalda.