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Cleveland Browns

Quien con Johnny Manziel pernocta, excrementado alborea

A sus 22 años, Johnny Manziel es incapaz no ya de actuar con la mínima prudencia, sino de montar una mentira con un mínimo de coherencia.

Johnny Manziel: “No voy a hacer nada que distraiga a este equipo ni abochorne a esta organización”
DONALD MIRALLEAFP

Todos les hemos dicho mentirijillas a nuestros padres. Es ley de vida. Casi parte del entrenamiento para cuando en el futuro tengamos que enfrentarnos a personas con una actitud menos fraternal. Además, cuando crecemos y tenemos hijos, descubrimos con cierta resignación que en realidad no engañábamos a nadie. La ingenuidad infantil todavía no está del todo preparada para colar ‘pipas gordas’. La mayoría de los niños son incapaces de poner cara de póker con suficiente convicción. Los padres descubren la trampa de inmediato, pero salvo que el asunto sea realmente serio, prefieren dejarlo correr, que tampoco es cuestión de presionar hasta el límite a un tierno infante en cada trola.

Recuerdo perfectamente mi primera mentira exitosa. Y confieso que siempre me he sentido orgulloso de ella. Su precocidad y sofisticación me sorprenden. Y me resulta increíble creer que el asunto terminara con éxito cuando, desde entonces, he sido incapaz de defender con un mínimo de persuasión ni una triste pareja de reyes en una penosa partida de mus.

Ya os aviso de que el asunto es bastante escatológico, así que os recomiendo no seguir leyendo si acabáis de terminar de comer. Pero para los más atrevidos, vamos a ello:

El caso es que yo tenía cuatro añitos y estaba en mi clase de preescolar. La ‘ele’ con la ‘o’, ‘lo’. No hace falta que os lo explique. Y de pronto, sufrí un tremebundo apretón. De esos que solo puede sentir un niño de cuatro años en un jardín de infancia. Levanté las manos tembloroso, convencido de que cualquier esfuerzo, por mínimo que fuera, provocaría una explosión incontrolada con efectos devastadores. La profesora me miró y me preguntó qué pasaba. “Me hago caca” fue mi respuesta congestionada, y profundamente sincera.

Por supuesto, mi buena maestra comprendió que me encontraba en una situación desesperada y me permitió acudir al baño, que alcancé con grandes dificultades, incapaz de aventurarme a separar las rodillas, convencido de que tal atrevimiento solo podía tener funestas consecuencias. Después de un viaje de poco más de 5 o 6 metros, que a mí me pareció interminable, llegué a mi destino, me bajé los pantalones y planté un pino sensacional que me produjo una satisfacción infinita. Qué os voy a contar que no sepáis ya.

Pero los problemas de verdad comenzaron en ese preciso instante. Con tres palabras que por separado no significan nada, pero que unidas, y más en la mente de un niño, prácticamente anuncian el Armagedón: no había papel. En una escuela de tiernos infantes el tránsito por los aseos es casi frenético, y los niños suelen usar el papel con generosidad, indiferentes a cualquier crisis económica o al drama de la tala de árboles.

Lo lógico habría sido salir a calzón quitado en busca de la profesora y su pañuelo salvador, que desde hacía mucho tiempo se había convertido en el último recurso para la mayoría cuando todo parecía perdido, pero a mis cuatro años me dio un ataque de pudor, de vergüenza, o me vi superado por los acontecimientos. Así que decidí limpiarme con las manos, y luego lavármelas en el grifo. Pero el caso es que el asunto estaba especialmente enfangado y, pobre de mí, el grifo sólo soltaba un triste hilo de agua.

No os voy a explicar cómo era la pintura rupestre que adornaba cada pared del cuarto de baño cuando salí satisfecho, convencido de que en mis manos ya estaban limpias como una patena, pero habría sido la envidia de muchos pintores modernistas que jamás han conseguido crear una obra tan sincera y espontánea. Y oye, los menos expertos en arte moderno solemos pensar que lo que se expone es una auténtica mierda en muchos casos, así que mi literalidad tampoco desentonaba demasiado con la realidad cultural existente. Es más, ahora que lo pienso, debí clausurar el lugar, montar una taquilla y cobrar entrada.

Y ahí estaba yo silbando, con las manos en los bolsillos y la satisfacción del trabajo bien hecho y de haber sido resolutivo y eficaz. Una máquina.

El problema llegó cuando tres días después la profesora subió al encerado y dijo lo siguiente: “hay un niño, un auténtico marrano, que ha llenado las paredes del cuarto de baño de caca. Sabemos quién es y será expulsado del colegio de inmediato si no confiesa en público. Os doy tres minutos para meditarlo antes de anunciar su nombre en voz alta”.

Me entraron unas ganas horribles de levantar la mano. Pero no para confesar, sino para decirle a mi profesora lo siguiente: “Me hago caca”. Porque en el momento que la ‘seño’ inició el discurso, un escalofrío me atravesó la espalda, me comenzó un sudor frío y, literalmente, tuve serios problemas para contener los intestinos, en lo que habría sido la confirmación de que segundas partes no tienen por que ser malas en absoluto. Es más, pueden convertirse en homéricas. Pero pasado el primer instante de pánico, mi ingenua mente de cuatro años fue capaz de llegar a una conclusión evidente: “y una mierda sabes tú quién ha sido. Si lo supieras ya me habrías llevado al despacho del director de las orejas”. Así que me uní a los cuchicheos de mis compañeros de mesa que, como siempre, colgaban el sambenito a los menos populares de la clase sin piedad ni mesura. Y ahí estaba yo, disparando mierda sobre pobres inocentes y agradeciendo que aún no estuvieran de moda las pruebas de ADN.

A los tres minutos, como me esperaba, la profesora desistió y dijo que ante la actitud del culpable, se comunicaría inmediatamente a sus padres su expulsión del colegio. Y aunque yo no las tenía todas conmigo, usé esa arma que tienen los más pequeños, capaces de cambiar su interés absoluto de un tema a otro en décimas de segundo sin que dado el paso quede en la memoria ni rastro del suceso anterior.

Hoy tengo 47 años y aún estoy esperando que me expulsen del colegio por llenar las paredes del baño de caca. Y creo que esa fue la primera y única mentira exitosa de toda mi ingenua vida.

Pero hoy estoy satisfecho, porque he descubierto que con cuatro años era más maduro que un tipo que se llama Johnny Manziel, que a sus 22 es incapaz no ya de actuar con la mínima prudencia, sino de montar una mentira con un mínimo de coherencia.

Manziel fue declarado titular de los Cleveland Browns bajo la promesa que no volvería a hacer nada que manchara el buen nombre de su equipo. El siguiente fin de semana se fue de fiesta (supongo que para celebrarlo) y le grabaron cantando en un club con lo que parece una botella de champán en las manos. Manziel negó los hechos, dijo que era una fiesta del pasado y pidió al resto de participantes en el jolgorio que dijeran la misma mentira.

Manziel ya no es el quarterback titular de los Cleveland Browns. Y el problema fundamental no ha sido que llenara de caca las paredes del baño de un equipo de la NFL. Eso lo lleva haciendo mucho tiempo sin consecuencias. El punto y final de la historia es que no solo es un mentiroso, sino que miente peor que un niño de 4 años que se hace popó en los pantalones.

“No voy a hacer nada que distraiga a este equipo ni abochorne a esta organización”

Quien con infantes pernocta....