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Homenaje a Brett Favre

Por qué soy de Brett. El 4. Dios Favre.

Me enamoré de Brett Favre el primer día que le vi jugar. Porque descubrí la pasión absoluta reencarnada en jugador de football americano.

...ganar una Super Bowl a los Patriots, y celebrarlo con el puño en alto sujetando el casco, mientras cabalgaba en la representación exacta de la felicidad absoluta...
Andy HaytGetty Images

Durante muchos años me han hecho la misma pregunta cientos de veces:

-“¿Mariano, tú de qué equipo eres?”

-“¿Yo? Yo soy de Favre”.

-“Pero ese no es ningún equipo”

- “Ni falta que hace”.

La gente suele buscar un equipo al que entregar su corazón. Tenemos una necesidad imperiosa de amar, de identificarnos, de sentir unos colores. Pero esa entrega es irracional, absurda, ridícula.

Cuando uno se casa, normalmente no tiene muy claro a qué atenerse por mucho que intente convencerse de lo contrario. El bosque no se ve completo hasta que pasa algún tiempo. Y es entonces cuando uno tiene muy claro que la ha cagado (con perdón), o que le ha tocado la lotería. Y durante el resto de su vida, salvo por acontecimientos inesperados que puedan romper la armonía, uno ya sabe lo que le espera cada día cuando vuelve a casa.

Pero cuando se entrega el corazón a un equipo, se crea la relación más injusta posible. Uno se vuelca por entero, con toda el alma, día tras día, partido tras partido. Sin embargo, el equipo no corresponde de la misma manera. Lo mismo se tira un año dispuesto a hacer marranadas gordas contigo todas la noches, de esas que te molan a lo bestia aunque nunca te atreverías a confesarlo, e invitándote a comer en restaurantes caros cada velada mientras hace manitas por debajo del mantel, que te tiene a palo seco, durmiendo en el sofá y a base de sándwich rancios, durante años sin término. De hecho, salvo los aficionados de los Patriots, que se saben el Kamasutra de memoria, la mayoría lleva abonado al onanismo desde que tiene uso de razón. Y no sé cómo lo lleváis la mayoría, pero a mí me cuesta digerir esa esquizofrenia.

Por eso, y porque de niño entregué mi alma al Pucela y siempre he sido monógamo, un día, a principios de los años ’90, descubrí a un jugador que cambió mi percepción del deporte. Ese día decidí que mi amor incondicional no sería por unos colores, sino por un número, el 4, que me ha proporcionado una vida sexual plena y satisfactoria cada domingo, durante muchos años, en una relación con el deporte que jamás habría creído posible.

Me enamoré locamente de Brett Favre el primer día que le vi. Porque no descubrí a un jugador de football americano, sino a la pasión absoluta reencarnada en jugador de football americano. Y desde aquel momento, durante 20 años, me acosté cada domingo ahíto de placer, saciado de lujuria, y pasé toda la semana con una sonrisa idiota, esa que tienen todos los enamorados, esperando que llegara el siguiente domingo, o esos lunes de madrugada que solo Favre supo elevar hasta niveles orgiásticos, cuando el Monday Night era el gran partido de cada semana y no un bodrio en forma de epílogo periódico.

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Fueron 20 años insuperables. Y se dice pronto. Desde 1991 hasta 2010. Y en ellos hice votos de amor que solo se le ocurren a un loco. Como cuando dije, allá por 2007, que si Favre y sus Packers se enfrentaban a Brady y sus Patriots en la Super Bowl, juraba que dejaría de ver football americano tras la finalización del partido, para siempre, ganara quien ganara. Porque en ese choque galáctico se alcanzaría la perfección absoluta del football americano como deporte. El súmmum. Y desde entonces solo podría llegar una decadencia que no estaba dispuesto a soportar. Por suerte para mí, o por desgracia, porque nunca he conseguido superar aquel disgusto, Eli Manning truncó mi sueño húmedo en una final de conferencia indecente.

Yo he visto a Favre multiplicar los panes y los peces, resucitar a su padre recién fallecido en un partido de lunes que me sé de memoria y pasó a la historia del mundo, ganar una Super Bowl a los Patriots, y celebrarlo con el puño en alto sujetando el casco, mientras cabalgaba en la representación exacta de la felicidad absoluta. Y también le vi perder la mejor Super Bowl de la historia contra John Elway, en un partido que tuvimos que contemplar con gafas de sol para no deslumbrarnos y quedar irremediablemente ciegos para siempre.

Y he visto a Favre lanzar pases completos, perfectos, al contrario; y dislocarse el hombro en cada lanzamiento porque el balón volaba con una tonelada de pasión; y romper los dedos a sus receptores cuando los cañonazos se pegaban a sus manos, como lapas. Y le he visto saltar enloquecido por encima de todo su equipo, para celebrar con algarabía sincera un touchdown irrelevante en un partido decidido.

Favre era todo corazón, todo football. Favre era jugar a este deporte simplemente porque lo amaba. Y encontrarse con la victoria de sopetón, domingo tras domingo, porque él, en su túnel de satisfacción, ni siquiera miraba el marcador; simplemente era feliz inventando football americano. En cada jugada. En cada gesto. En cada instante.

Favre se retiró mil veces. Y me dejó desolado durante meses, como quien hace las maletas y dice que te deja. Y yo miraba por la ventana, destruido, esperando que al final regresara. Y siempre lo hacía. Y yo volvía a ser feliz. Sin importarme si su casco era amarillo, verde o morado. Porque su auténtica retirada llegó en aquella noche en que los santos, siempre envidiosos de que él estuviera más cerca de Dios, le llevaron con inquina al infierno dentro de un emparrillado. Y sus Vikings salieron derrotados, pero él alcanzó, sin no lo había hecho ya, el límite absoluto de entrega por un deporte, de sacrificio por una pasión. Cojo, destruido, atropellado, siguió jugando como solo lo ha hecho un jugador en la historia del football americano: Brett Favre.

Y me parece poco que los Packers retiren su número. No es homenaje suficiente. Ningún otro jugador debería volver a vestir un número 4 que debería presidir, con orgullo, el cielo de cada uno de los estadios de football americano del mundo. Para recordar a todos los que pueblan un emparrillado que El Amor, llevado a los límites de la locura, es el camino a seguir para convertirse en el jugador más apasionado, más emocionante, que ha pisado un campo de football americano.

Por eso no soy de ningún equipo. Simplemente soy de Brett. El 4. Dios Favre.