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GREEN BAY PACKERS

Los Green Bay Packers retiran el número 4 de Brett Favre

Lambeau Field perdona a su antiguo héroe en una ceremonia emocionante en la que se restañaron las heridas de un complicado divorcio.

Brett Favre en las pantallas de un Lambeau Field abarrotado.
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Los Green Bay Packers demostraron ser una de las organizaciones deportivas con más clase del mundo y ayer consumaron la reconciliación más esperada de la historia reciente de la NFL: retiraron el número 4 de Brett Favre e incluyeron al quaterback en su Salón de la Fama.

La ceremonia fue la quintaesencia del espíritu packer. Más se 70.000 entradas se vendieron; Lambeau Field, el estadio de Green Bay, lució como si fuera una tarde partido; los aficionados cumplieron con el ritual de los días de encuentro: fiesta anticipada, barbacoas en el aparcamiento desde muchas horas antes del acontecimiento, cerveza por hectolitros y ovaciones a mansalva para el retorno del hijo pródigo. Compañeros de Favre estuvieron en las celebraciones. Y el protagonista apenas si pudo contener las lágrimas.

Parece lo mismo que otras retiradas de números de deportistas legendarios, pero lo cierto es que en esta ocasión todo era diferente. Hay que volver la vista atrás para entender porque esto fue otra cosa.

Brett Favre salió de Green Bay tirando las cosas por la ventana y con sus abogados y los de los Packers peleando por ver quien se quedaba la custodia de los hijos, el coche, la casa de la playa y el tocadiscos. Un divorcio en toda regla. En su enésimo verano de "ahora me retiro, ahora vuelvo a jugar", el del 2008, el equipo se cansó y dio las llaves del ataque a Aaron Rodgers cerrando la puerta al retorno del viejo Brett. Éste, cabreado como una mona, dijo que se iba a jugar a los Minnesota Vikings.

No es un equipo cualquiera. Es, junto a los Bears y, en menor medida, los Lions, el gran rival de los Packers. Hay mucha mala sangre ahí. La elección de Favre era una declaración de guerra no sólo contra la franquicia sino también contra unos aficionados que le adoraban. Nadie le asfaltó ese camino y acabó jugando para los Jets. Pero, tras un año de purgatorio y con la libertad en su bolsillo, acabó cumpliendo su deseo de ponerse la púrpura de Minnesota donde, encima, jugaría la final de la NFC en un partido contra los New Orleans Saints que acabaría siendo la piedra angular del escándalo Bountygate.

El 1 de noviembre del 2009 Brett Favre saltó al Lambeau Field vistiendo la camiseta de los Vikings. Los silbidos se oyeron hasta desde Cangas del Narcea (Asturias, España). El héroe se convertía en el gran villano. 

No es que andemos escasos de ejemplos similares en el deporte europeo, más concrétamente en el fútbol, así que os los ahorro. Todos tenéis varios en la cabeza, de mayor o menor gravedad sentimental. Pero lo que no solemos tener es esta segunda parte, la vivida ayer.

Y es que los Packers, con sus aficionados (que también son los dueños de la franquicia) como abanderados, perdonaron la afrenta y acogieron en su seno a quien tantas tardes de gloria les dio, entre ellas una Super Bowl y tres MVPs de la NFL. Y Brett Favre, de lágrima fácil, correspondió con toda su alma desparramada por Lambeau, incapaz de articular dos frases seguidas que dijeran algo más que "no hay ningún lugar como este en el mundo", "he salido por el túnel de vestuarios visitante y, creedme, da mucho miedo" o "no hay nada como jugar para vosotros".

Dicen en mi tierra que bien está lo que bien acaba y, desde luego, esta historia ha acabado como debía. Unos cuernos tras un enfado no son motivo para tirar por la borda toda una vida en común. Al menos en lo que a deporte se refiere. Y los Packers y Favre lo han demostrado con enorme clase, categoría y espiritualidad. El quaterback que marcó a toda una generación ya es eterno en el campo en el que nos lo dio todo: nadie más vestirá el cuatro de Green Bay en Lambeau Field y Brett podrá ser considerado, de nuevo, una leyenda de los Packers. Como debe ser.