Peyton Manning debe hacerme sentir joven al menos un día más
Mi último recuerdo no puede ser el de un día en que robó un récord mientras lanzaba cuatro intercepciones y achaqueaba sobre un emparrillado.
Peyton Manning está acabado. Es más, en mi opinión nunca debió ni plantearse intentar jugar este año. Pero este asunto hace mucho tiempo que dejó de ir de salud o enfermedad, de lo bueno o de lo malo, y se convirtió, simplemente, en una cuestión matrimonial.
Porque una cosa es decir que Peyton no debe seguir jugando, y otra muy diferente desear con toda el alma que lo siga haciendo. Igual que en una relación personal la fogosidad va dando paso a pequeños detalles que destilan amor como nunca lo hizo ningún salto del tigre. Y para muchos de nosotros, el football americano, la NFL, no es una afición, sino un matrimonio; con sus crisis y sus momentos inolvidables; sus contabilidades y sus llegar a fin de mes; sus hijos que ves crecer y que terminan yéndose de casa dejándonos devastados.
La inminente retirada de Peyton Manning no nos afecta tanto por él mismo, ni por la orfandad que va a sentir una NFL necesitada de talento, sino porque es la confirmación definitiva de que nos hemos hecho mayores. Muchos le conocimos siendo un pipiolo y ahora vemos un anciano con achaques, y eso solo es la prueba inapelable de que nosotros, los que le vimos jugar desde el primer día, somos incluso más mayores todavía.
La retirada que más tocada nos dejó a toda una generación de entonces cuarentones, y que ahora rondamos los cincuenta, fue la de Brett Favre. Para muchos de nosotros fue aniquiladora. El principio del fin; la crisis de los cuarenta elevada a la enésima potencia; una ruptura matrimonial de las de maletas en la puerta. Él fue el último de nuestra juventud; el final de una generación irrepetible; la confirmación de que si él no podía, nosotros tampoco. Pero de alguna manera, Peyton, Tom, Drew y algunos otros se convirtieron en el último clavo al que agarrarse antes de asumir lo inevitable, de certificar que pertenecemos a una generación del pasado que baja la ladera sin poder evitarlo.
Por eso quiero que Peyton juegue al menos un día más. Porque mi último recuerdo no puede ser el de un día en que robó un récord mientras lanzaba cuatro intercepciones y achaqueaba sobre un emparrillado; o el de un partido de postemporada en que un impostor ocupó su puesto para enfrentarse a su equipo de siempre.
Quiero ver una vez más al emperador Peyton surcando el cielo como el más grande, dominando el mundo como hizo durante más de una década y haciéndome sentir joven por última vez en mi vida. Llenando el campo de juego de orgullo, talento, imaginación y humor socarrón. Para que los jóvenes imberbes descubran que hubo una generación, hace mucho tiempo, de tipos sin doblez ni engaño, que llamábamos al pan pan, y al vino vino. Que cada vez entendemos peor este mundo virtual de buenismo inhóspito, pero que en un tiempo poblamos de sueños un mundo real sin tantas líneas difusas.
Peyton, Tom, Drew y algún otro insensato incombustible son los últimos. Tipos con los que aún nos identificamos, que querríamos emular con nuestra vista cansada y nuestro reuma incipiente. Patadas de un Vinatieri al que conocimos el mismo día que a nuestra chica, y con el que muchos años después pasamos los domingos rodeados de churumbeles.
Así que, en lo que a mí respecta, se pueden ir a freír puñetas John Elway, Gary Kubiak, los Denver Broncos y la madre que parió a todos ellos. Yo quiero ver una vez más a Peyton Manning jugando al football americano como solo él sabe. Y no quiero hacerlo por él, sino por mi mismo. Para volver a sentirme joven durante el breve instante que dura un último partido.
Y que narices. Por pedir que no quede. A ser posible, que sea en la Super Bowl. Y ya puestos, con anillo de despedida.