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Los Pittsburgh Steelers vendieron su alma al diablo

Roethlisberger y Brown. Williams y Heyward-Bey. Sapos e bruxas. Conjuros malignos se congregan en la confluencia de los Tres Ríos. El olor a azufre impregna la viciada atmósfera de la industrial Pittsburgh, y no por el humo de sus fábricas. El demonio campa a sus anchas por Pennsylvania, entrando desde el inframundo por Heinz-Field. Íncubos y súcubos se adueñan de las calles enfundados en bufandas amarillas. Madres, esconded a vuestros hijos. Hombres, proteged a vuestras mujeres. Huid, insensatos, ahora que todavía estáis a tiempo. El último exorcista, el padre LeBeau, ya no está aquí para defenderos.

Despertad, cándidos seguidores. Esos que veis no son vuestros Steelers. Han vendido su alma al diablo. Mike Tomlin, cual moderno Mefistófeles con su inocente rostro de médico de serie televisiva, ha ido lentamente infectando con sus sucias artes el espíritu más puro del football tradicional de la AFC Norte, hasta convertirlo en este aquelarre anotador. Qué ha sido de ese espíritu sacrificado e inquebrantable de antaño. De esa cortina de acero y esos corredores poderosos. De anotar con sudor y defender con sangre la ventaja obtenida. Satanás os tienta con una ganancia media de 8,7 yardas por jugada. Con runningbacks diabólicamente rejuvenecidos que anotan TDs de 3 en 3. Con receptores que rozan las 200 yardas como si tal cosa. Con una línea que no sólo no concede ni un sack, sino que apenas permite que se acerquen a su QB. Es tal su avidez ilimitada de sangre de vírgenes que se juegan conversiones de dos puntos al principio de los partidos, en contra de cualquier norma establecida. Y las consiguen. Abrid los ojos, ingenuos mortales. Tal despliegue ofensivo no puede ser sino obra del maligno.

El número del anticristo no es el 666, sino el 7. Lucifer con cuernos y rabo ocultos bajo el casco negro y las calzas amarillas. Sólo hay que mirarle a la cara para convencerse que tras esa mirada perversa y la pícara sonrisa no puede esconderse nada bueno. El rebelde chicarrón de Ohio es el amo absoluto de un ataque que cada año ha hecho más suyo, pasando de los 21 lanzamientos por partido de su campaña rookie a los 38 de media en 2014. Sabe más el diablo por viejo que por diablo, y en ésta su 12ª temporada ha decidido dejarse de preliminares e ir directamente a la yugular. Drives relámpago. Latigazos mortales. Martirio sin piedad de la secundaria rival. Entradme en blitz, parece decir con chulería, que ya encontraré, bajo la protección de mi OL, algún receptor desmarcado que os lo haga pagar.

Y vaya si lo encuentra. El herético secreto de estos Señores del Acero son unos runningbacks alejados de sus ancestros, en quienes prima la habilidad sobre la fuerza bruta. Letales tanto por su velocidad como por su peligro como receptores. La defensa contraria no da abasto para cubrir todos los frentes. La teoría de la manta corta que te destapa la cabeza o los pies. Si mandan 8 defensores a la caja, les funden con una bomba. Si reculan, Williams impone su calidad amasando primeros downs. Que nos confunda su nombre. De angelical, nada de nada. Y todavía faltan por aparecer en escena Bell y Bryant. La bicha bicéfala. El tormento eterno.

Para incrementar su perfidia, la defensa seduce mostrando una secundaria débil que hipnotiza a sus oponentes con una embaucadora confianza. Pero ocultas entre la maleza se encuentran las víboras Shazier, Timmons, Tuitt… Como Medusa mitológica de cuya cabeza brotaban serpientes, antes de que se den cuenta, los ataques rivales se ven mordidos y petrificados.

Los feligreses más devotos de esta religión proclaman que el nuevo estilo es fruto de los tiempos que corren en la NFL. Los neo-conversos afirman que para ganar debes ofrecer algo distinto, que sorprenda al contrario y no lo puedan parar. Los más se limitan a un irrebatible “mientras dure la diversión, que nos quiten lo bailao”. El apocalipsis ha llegado. Y sería necio negar que no existiese un terreno abonado para la nueva fe. Ya está bien que siempre sean otros los que disfruten del football espectáculo. El sufrido pueblo acerero ha dicho basta, también tenemos derecho al gozo. Es la revolución del proletariado. A las barricadas. Sangre y fuego. Ataque sin cuartel. Que revienten o reventemos en el infierno. Acabemos con todos y que Dios, o el Diablo, escojan a los suyos. No sé cómo terminará esto, pero si os cruzáis en vuestro camino con los Steelers, aferraos con fuerza a un crucifijo y rezad lo que sepáis.