Noche de Príncipes
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Antes de nada, Alberto de Mónaco debería indicarnos la marca de agua mineral que bebe o la de cigarrillos que fuma porque, por lo visto ayer, coloca lo suyo. Viendo al Príncipe heredero en el palco, aquello parecía la madre de todas las batallas, el no va más de la emoción. Florentino Pérez miraba alucinado a su vecino. Pitina prefería hacerse la sueca. Pero, salvo puntuales fogonazos, el partido era, como el pequeño país anfitrión, de cartón piedra. Ya, ya. Viendo la primera parte, tomábamos por loco al heredero del trono monegasco pero resulta que él sí presagiaba lo que estaba por venir. Para quitarle más la razón a su exaltado forofismo, un zarpazo mágico de Zidane que mereció gol y la habitual galopada de bisonte de Ronaldo que permitió a Raúl seguir engordando su estadística, sirvieron para que se aplacara la adrenalina de Alberto.
Pero los príncipes estaban en el campo y aparecieron tras el descanso. Vestían de rojo y blanco. El primero de ellos Morientes, pagado por el propio Real Madrid, para que acabara siendo su verdugo, tanto en la ida como ayer. Y el segundo, menudito, apellidado Giuly, que se bastó para dejar en cueros a una defensa madridista que por momentos resultó ridícula. Todo el surrealismo del palco se trasladó al terreno de juego. Borja aparentaba ser un pelele, Mejía bajó de la nube y se estozoló, Zidane parecía un principiante desconcertado, Raúl fallaba como una escopeta de feria y Ronaldo seguía desaparecido. Queiroz, con porte de príncipe, naufragaba también en la banda, incapaz de reaccionar y fiel a su manía de aguantar con los titulares, vaya bien o mal el partido, hasta el final de los noventa minutos. Alberto, tú si que sabes.
