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Abramovich, menos lobos

Hace ahora un año irrumpió en el fútbol europeo un ruso enjuto y rubio, perfil Karpov. Compró el Chelsea con sus petrodólares generados por sus negocios en la región de Chukotsky, de la que es Gobernador. Pronto quiso jugar al Monopoly buscando las calles más caras, pero al final se gastó 150 millones de euros para hacer un equipo cuyo iceberg estaba ocupado por... Hernán Crespo y Makelele. Pobre inicio. El puzzle lo completaban Verón, Geremi y Mutu. Mediocres compañeros de viaje para competir con el Madrid de Ronaldo y Zizou o el Milán de Shevchenko, Kaká y Seedorf. Pronto se dio cuenta de su error e intentó arrebatarle al Madrid a Raúl (el capitán ni descolgó el teléfono), se la pegó con Ronie (renovado hasta 2008) y con Míchel Salgado (firmó de blanco hasta 2010).

Ahora es Eriksson el que le ha dado calabazas a pesar de ofrecerle dinero suficiente como para retirar a los hijos que tenga en su día con la exuberante Nancy Dell’Olio. Moraleja: el dinero no lo puede todo. Roman Abramovich se está encontrando con el mismo problema que tuvo en su día Tapie en el Marsella. Los jugadores saben de qué va este circo y miran no sólo el color del dinero, sino la fecha de caducidad del chollo. Y con este ruso de billetera generosa muchos están escamados. ¿Y si un día vuelve a sus cuarteles de invierno y los deja tirados? Roberto Carlos, amigo, toma buena nota.