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Los entrenadores como pretexto

Ayer cayeron dos entrenadores: Flores y Peiró. Cayeron porque sus equipos van mal pero, ¿irán mejor a partir de ahora? Nadie está seguro de eso. Ni siquiera los presidentes de ambos clubes estarán convencidos de ello. Los entrenadores son fusibles en los que nadie cree, tránsfugas escépticos en un mundo pasional por el que no se apasionan. Se les paga bien para que se dejen usar y tirar. Como los árbitros, son imprescindibles: alguien tiene que decidir qué once juegan. Pero, también como los árbitros, son detestables: todo el mundo cree que lo haría mejor que ellos.

Eso hace de este oficio algo muy diverso, en el que cabe gente de todo pelaje. Los hay que no hacen nada, que son inocuos. No son los peores. Los peores son los que, celosos de los futbolistas, que gozan de la juventud que ellos perdieron, cultivan extrañas fórmulas fisicotácticas en las que vuelcan su resentimiento. Claro, que también los hay sensatos e incluso positivos, pero en ese caso deben disimular su capacidad, porque de ella serán celosos el presidente, los jugadores, los directivos, el médico, el preparador físico y todos cuantos quisieran atribuirse parte de su éxito. Mal oficio, en fin.

Un mundo tan turbulento explica que aún haya quien contrate a Toshack mientras Antic no tiene equipo. O que cada poco haya alguien dispuesto a picar con Clemente. O que se despida a Del Bosque por facilón y se le sustituya por otro más facilón todavía. O que todo un Barça decida que con tal que sea holandés qué más da si el entrenador contratado sabe o no sabe. "Lo malo no es que echen a los entrenadores, es que no saben para qué les contratan", decía Menotti. Pero sí que lo saben. Les contratan como pretexto. Como pretexto para cualquier cosa.