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A media mañana llegó la noticia más esperada: "¡El Bayern, ha tocado el Bayern!". A los agoreros y pesimistas vocacionales les recorrió un escalofrío, como si les hubiesen acariciado la yugular con el filo de una navaja de Albacete. Craso error. El madridismo, acostumbrado a acudir al Bernabéu como quien asiste a un concierto al Teatro Real, se pone como una moto cuando le nombras a estos bávaros empeñados en cruzarse en el camino de su odiado y encopetado enemigo. Normal. Son demasiadas cuentas pendientes. El cate que Maier le dio al Loco del Bernabéu en el 76, los nueve goles que le metieron al Madrid en la pretemporada del 80, el pisotón de mi añorado Juanito a Matthäus que casi lo retira del fútbol...

De Kahn prefiero no decir nada porque sólo imaginarme su gesto pétreo e insensible ("raza ariana", que diría un buen amigo mío) me pone de mala baba y resucita ese demonio aletargado que todos los humanos tenemos escondido bajo llave. El Bayern es el jefe que no soportas, el vecino engreído que presume de coche nuevo, el matón de discoteca que no te deja pasar por llevar calcetines blancos... Los alemanes envidian al Madrid de forma patológica (Hoeness, ¿te crees que nos hemos olvidado de tus bravatas?) y convierten sus duelos con el rey de Europa en una batalla donde el honor está por encima del resultado. Que llegue el 24 de febrero. Será un ajuste de cuentas...