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¿Deporte elitista? Deporte a secas

Valencia brincó anteayer de contento cuando supo que se le adjudicaba la organización de la Copa América para el 2007. La euforia de Rita Barberá y acompañantes pareció excesiva en primera impresión. Incluso un poco impostada. ¿Era para tanto? Luego fueron llegando las explicaciones. Durante los próximos años, Valencia recibirá muchísimos visitantes, turismo de élite, que acelerará inversiones en infraestructuras; el nombre de la ciudad va a resonar en todos los confines del mundo; y cuando llegue la competición en sí, será seguida con pasión en muchos países.

Será, en fin, un baño de notoriedad y una feliz inyección de dinero para la ciudad. Aunque a nosotros nos coja un poco despistados, sería necio negar la importancia de la designación. Lo sensato es meditar por qué. Pues porque la Copa América es deporte, en el mejor sentido que esta palabra encierra. Es desafío, es superación, es impulso. Con el valor extra de estar respaldada por una tradición que pasa ya de los 150 años, y que no es cuestión de repetir. Países que compiten en tecnología para crear el barco más capaz, y en el elemento humano para dotarlo de la tripulación más hábil.

El deporte fascina porque en un mundo cada vez más fácil propone continuamente nuevos retos, lleva el horizonte más allá, nos recuerda que como especie tenemos integrada la necesidad de mejorar. Desde el etíope que corre descalzo hasta el multimillonario suizo Ernesto Bertarelli, armador del último barco ganador de la Copa América, todo el que se entrega al deporte está animado por un mismo sentimiento: el ansia de superación. Un impulso íntimo, esencia de nuestra especie, que explica por qué admiramos tanto a los deportistas y por qué somos tan devotos de las liturgias del deporte.