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La grandeza de un equipo de fútbol empieza por su portero. Es una firme convicción que tengo desde niño. De hecho, yo mismo renuncié a la gloria del goleador y siempre opté por ponerme en esa jaula que se convierte en un pelotón de

fusilamiento. Mi generación creció admirada por la agilidad

felina de Arconada, un arquero superdotado gracias a los dos

robles que tenía por piernas. Volaba de palo a palo y sacaba

pelotas imposibles. Pasaron años de búsqueda y, por fin,

apareció su heredero: Iker Casillas. Viste de azul celeste

(parece un ángel caído del cielo) y desde que la Casa Real

anunció el compromiso del Príncipe Felipe se ha empeña-do

en competir con la noticia del año a base de actuaciones

que entran en la categoría de ‘fenómenos paranormales’.

En Beograd (Belgrado en serbio), en un estadio donde 32.000

individuos vibraban como si fuese el partido de sus vidas, se agigantó la figura de este chico de barrio, de este

mostoleño capaz de convertir la posición de goalkeeper en la

más atractiva para los expertos en márketing deportivo. Lo

que le hizo Iker a Delibasic antes del descanso no es justo.

Tapón bíblico. Si yo tuviese un apellido tan legendario (el

bosnio Mirza Delibasic nos hizo amar el baloncesto por

sus genialidades en el Saporta), recibiese un balón en la

boca del lobo para empujarla a quemarropa y me apareciese

un tipo de la nada para rebañarme la bola me moriría

de rabia. O le pediría un autógrafo. Ni Beckham, ni Ronie,

ni Raúl, ni Figo (Luis, felicidades). El galáctico que ejerció como tal ante el Partizán es un chaval sanote y sin maldad. El día que le renueven el Madrid habrá blindado su puerta de oro hasta el año 2020. Con 39 años ya podrá

retirarse con la conciencia tranquila...