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Gracias, don Alfredo

No seré tan necio de escribir de Di Stéfano (perdón, de don Alfredo) como si hubiese tenido el privilegio de verle jugar sobre el pasto sagrado del Bernabéu. Pertenezco a esa generación cuya infancia estuvo marcada por estas frases de nuestros padres: "Muchacho, si tu hubieses visto a Di Stéfano sabrías lo que es fútbol. Él cortaba el balón en defensa, daba pases de 30 metros desde la medular y metía goles hasta de tacón. No ha habido otro como él". Me pasé toda la infancia buscando a un Di Stéfano de mi época, pero ni Pirri, ni Juanito ni Stielike le llegaban a la suela de sus legendarias botas. Después, llegó mi venerada Quinta del Buitre, todos muy buenos y de casa. "Pero Tomás, ninguno es como Alfredo", insistía machaconamente mi padre para hurgar cruelmente en mi autoestima.

Pero llegó el Madrid del Siglo XXI y en el día del 50 aniversario del debut de la Saeta Rubia en La Fábrica, descubrí durante 36 minutos esplendorosos (cuando Queiroz quitó a David me quedé vacío) que los galácticos, si pudiesen ser unidos por piezas como un Madelman, esconden al verdadero Di Stéfano de la nueva era. Los controles mágicos de Zidane, la sutileza en los pases de Beckham, la potencia de Roberto Carlos, la visión de juego de Guti, la velocidad de Míchel Salgado, el liderazgo de Helguera y olfato goleador de Portillo... y eso que faltaban Raúl, Ronaldo y Figo para completar la obra perfecta.

Es cierto, nunca veré a Di Stéfano. Pero agradezco a mi padre que me hiciese soñar desde niño con el fútbol total. El que ahora me ofrece cada noche el Madrid de las maravillas. Con un tango de fondo y con el corazón, le digo: gracias, don Alfredo.