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Mes de Julio, Tour de Francia

Llegaba julio y nos íbamos por las tardes a casa de un tío mío, que ya tenía televisión. Lo recuerdo como si fuera ayer: la musiquita de Eurovisión y de pronto las imágenes, con Bahamontes escapado, galopando entre puertos, liebre perseguida siempre por los mismos galgos: Anquetil, Poulidor, Pérez Francés, Anglade... A veces le cazaban, a veces no. (A Bahamontes le quitaron las llegadas en montaña; siempre le ponían la meta tras el descenso y una veintena de kilómetros de llano). Mi padre y mi tío nos hablaban de Trueba, la Pulga de Torrelavega. Y así pasaba el mes de julio.

Ahora en julio pongo la tele con mi hijo y los dos jugamos a alternarnos en la narración en directo. Y cuando acaba la etapa le hablo de Bahamontes, del que hay foto en casa, subiendo el Puy de Dôme, con la catedral de Clermont Ferrand al fondo. Y de Julio Jiménez, de Fuente, de Ocaña, de Perico y de Indurain. Y hasta de la Pulga de Torrelavega. Y le hablo del Tour como me habló mi padre: como cumbre del deporte, desafío a los límites del ser humano, instinto de superación. Y exaltación de la belleza del paisaje rural y urbano de Francia. De las cumbres de los Alpes y los Pirineos.

Son cien años ya de Tour. No cien tours exactamente, porque dos guerras mundiales han hecho gruesas muescas en su calendario. Pero cien años, en todo caso, desde que Henry Desgrange puso en marcha esta colosal iniciativa. En la cumbre del Galibier tiene un monumento. Un día pasé por allí, acompañando una etapa del Tour. Quise apearme para hacerme una foto, pero los ciclistas venían cerca y no se podía parar el coche, porque nos rebasarían y llegaríamos a meta después de ellos. Han pasado bastantes años, pero aún me duele no haberme bajado. Me debo esa foto.