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La primera vez que me subí a lo más alto del Corcovado, en ese imperio de seducción y color llamado Río de Janeiro, intuí que podía ser, por un instante, el hombre más desinhibido y poderoso del planeta. Algo parecido sintió Ronaldo en sus carnes prietas cuando protagonizó una campaña publicitaria que simbolizaba a ese Corcovado que es elemento de veneración para brasileños y turistas. Ronaldo es así. Necesita ver que no hay grilletes que encorseten su talento voraz y su insaciable apetito por disfrutar del fútbol y de la vida a la misma velocidad. Al Fenómeno habría que cuidarlo como si fuese una especie en extinción. Sonríe de oreja a oreja sin cobrar peaje por ello y nos regala su fútbol de carrera y pegada descomunal cuando sus biorritmos le dicen: "Ronie, hoy es tu día".

Cuando nos llegaron a la redacción de AS las imágenes enviadas por Alejandro González desde la azotea del hotel Presidente Intercontinental (nombre que homenajea al brasileño, el héroe de Yokohama), ratifiqué que este tipo es una bendición. Se sube a la azotea (Florentino, tranquilo que tu patrimonio nunca corrió peligro) y coquetea con la cámara con el vacío amenazante tras sus anchas espaldas. Lógico que no tiemble. Su conciencia está tranquila y sabe que los dioses están de su parte.

Ronaldo ya pagó con sus graves lesiones cualquier mal que pudiera haber hecho. Ahora le toca disfrutar y ha elegido el paraíso futbolístico adecuado. En el Madrid ya es "uno de los nuestros" y por eso igual le da la bienvenida a Beckham que se revuelca con Iker en la Ciudad Deportiva. Tiene duende. Sus críticos se baten en retirada. Hombres de poca fe.