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Me cuentan los clasicólogos (así llamó yo a los puristas del fútbol) que Di Stéfano era todo un carácter, capaz de diseñar una jugada para la videoteca y de liarse a empellones con el osado que se atreviese a buscarle las cosquillas. Él era un ganador nato, tanto como mis añorados Stielike o Juanito, tipos capaces de compaginar su talento con una actitud bragada ante los adversarios. No hablamos de juego sucio. Sólo de temperamento y de personalidad para saber hacerse respetar por aquellos que aplican la teoría del palo y tentetieso por no asumir su inferioridad técnica ante los jugadores de gran calado. Por eso y antes de que los verdugos de la moral saquen los tanques a la calle en busca de ese marsellés retador, me veo obligado a salir en defensa del Maestro, del más grande: Zidane.

Decía Pablo Alfaro que Zizou no va repartiendo caramelos de limón. Cierto. Pero la diferencia entre el insaciable coleccionista de tarjetas rojas del Sevilla y el mago del Real Madrid está en la aportación de ambos al fútbol. El zaragozano será recordado por sus codazos, sus pisotones y su innecesaria violencia. El francés por su sutileza, sus seductores controles de pelota y su megagol de Glasgow. Zidane sí tiene derecho a levantar la voz para reivindicar su condición humana (claro que no es un Santo, ¿quién lo es en esta jungla?), porque no es lo mismo defenderse que atacar. No recuerdo que Zidane haya lesionado a nadie. Cierto que debe reprimir esas últimas acciones en el límite del reglamento, pero sólo los buenos gourmets pueden permitirse una excepción y engullir una hamburguesa aceitosa... por variar. O Rei Zidane debería ser una especie protegida. Cuidémosle.