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Si de bien nacidos es ser agradecido, no puede haber un solo madridista ilustre que no asuma estar en deuda con Jupp Heynckes. Ese alemán de pelo cobrizo y pómulos sonrosados que logró, como quien no quiere la cosa, algo por lo que suspiraba todo el madridismo militante desde que el equipo yé-yé elevase el Santo Grial de la Copa de Europa en 1966. Más de tres décadas de sequía en la competición que ha otorgado a este club sus principales señas de identidad suponía una tara histórica de injustificable argumentación.

Pero Heynckes, con su concepto ofensivo y estético del fútbol, supo meter en la cabeza de aquel Madrid balcanizado (Mijatovic y Suker, nunca os olvidaremos) que la Copa de Europa era el linimento mágico que curaría todas las heridas abiertas en una temporada irregular, en la que los nubarrones taparon a menudo la verdadera calidad de un 11 que desplegó en el continente una opulencia futbolística que le hizo acreedor de la venerada Séptima. El emotivo gol de Pedja a la Juve de Zidane, la actuación imperial de Hierro y Sanchís en el corazón de la zaga, el partidazo de Redondo y Seedorf en la medular, la movilidad de Raúl y Morientes arriba... ¡Qué noche la de aquel día!

Heynckes pudo sacar pecho, pero su honestidad y su frialdad germánica le alejaban de los shows mediáticos a los que nos tenía acostumbrados, por ejemplo, Fabio Capello. Heynckes no buscó la foto y, por si fuera poco, se encontró con una vergonzosa carta de despido a su regreso a Madrid. Jupp fue víctima de una etapa en la que las esferas jerárquicas no entendían de modales dignos de un club de semejante grandeza. Jupp aguantó la humillación, firmó su finiquito y regresó a casa con resignación y señorío. Dicen algunos que la memoria es el recurso de los mediocres. Yo digo que es uno de los referentes ineludibles de los hombres justos. Heynckes regresa al Bernabéu, que sabrá rendirle pleitesía y premiarle con un abrazo simbólico por los servicios prestados. Fue uno de los héroes de la Séptima. Y eso, créanme, es mucho.