Butragueño y Stielike, dos despedidas antagónicas
Hay muchas maneras de despedirse, aunque en todas ellas coincida la nostalgia y el pesar por tener que resignarte a no volver a ver a tus ídolos luciendo la camiseta de tus pasiones.
Hay muchas maneras de despedirse, aunque en todas ellas coincida la nostalgia y el pesar por tener que resignarte a no volver a ver a tus ídolos luciendo la camiseta de tus pasiones. Eso es lo que pasó exactamente con dos grandes de la historia del Real Madrid, cuya marcha estuvo separada por diez años en la misma fecha (15 de junio). La de Uli Stielike, en 1985, fue triste y dura de asumir para la cantidad de admiradores que tenía en el Bernabéu. Pero aterrizó Ramón Mendoza en la presidencia del club y decidió renovar por completo la plantilla, combinando algunos de los pesos pesados de siempre (Camacho, Juanito, Santillana…) con la llegada de fichajes de relumbrón como Hugo Sánchez, Maceda y Gordillo. Pero en su lista estaba tachado el nombre de Uli Stielike, el panzer alemán que dejó su huella en el madridismo durante las ocho emporadas que permaneció aquí (1977-85). Sabiendo ya que no iba a poder mantener su sueño de seguir en el club, el último partido que afrontó Uli de blanco fue nada menos que una final de la Copa de la Liga ante el Atlético en el Bernabéu.
El Madrid ganó el título tras derrotar a sus vecinos por 2-0, siempre precisamente el germano el que abrió el marcador (el segundo tanto lo firmó Míchel). Dado que no había nada preparado para despedirle como merecía por su impecable trayectoria de blanco, los fieles a su fútbol de rompe y rasga reaccionamos ‘a su rescate’. Jamás olvidaré que los 50.000 aficionados que estábamos en el estadio improvisamos un homenaje al grito de “Uli, Uli, Uli”. Los jugadores se dieron cuenta y le subieron a hombro , incluso Juanito, que tantas broncas tuvo posteriormente con él. Recuerdo que vi muchas lágrimas en la grada, convencidos de que Stielike se hizo acreedor a un adiós más caluroso, digno y acorde con su entrega por esta camiseta. Pero esa ovación cerrada y esos canticos con su nombre se los llevó en el corazón para siempre.
La otra cara de la moneda se dio justo diez años después, el 15 de junio de 1995. Era el adiós, ni más ni menos, de Emilio Butragueño. Sólo tenía 32 años (estaba a punto de cumplirlos), pero Emilio optó por retirarse a tiempo antes que asumir un papel de suplente ante la explosión imparable de ese fenómeno llamado Raúl González. El Buitre no era un gran jugador sin más como lo fue Stielike. Emilio era una leyenda. Con todas las letras. Recuerdo que el Bernabéu se quedó pequeño para el homenaje ante la Roma. Parecía un partido de Copa de Europa. Butragueño no decepcionó. Tuvo una actuación celestial. Dio tres asistencias de gol espléndidas a Luis Enrique, Hugo Sánchez y Alkorta, autores de los tres primeros goles. Lo mejor llegó cerca del final. Faltaba la guinda. Su gol para que la velada fuera perfecta. Y llegó un penalti claro que la grada celebró coreando lo de “¡Buitre, Buitre!”. Allá se dirigió. El portero era Lorieri, que tuvo la osadía de casi pararlo. Pero la pelota entró finalmente y la fiesta fue completa. Esa imagen con las luces del estadio apagadas y manteado por sus compañeros al cielo de Madrid jamás la olvidaremos. Fie un homenaje perfecto, impecable, justo con el hombre que cambió una época y logró revolucionar el fútbol moderno. Emilio nos dejaba tras 524 partidos de blanco, 192 goles, 14 títulos…