366 HISTORIAS DEL FÚTBOL MUNDIAL | 16 DE JULIO
Maracanazo (1950)
El primer Mundial tras la guerra se jugó en Brasil, que se lo tomó en serio. Levantó un fabuloso estadio, Maracaná, pero el destino le guardaba una desagradable sorpresa.
El primer Mundial tras la guerra se jugó en Brasil, que se lo tomó en serio. Levantó un fabuloso estadio, Maracaná, con 464 650 toneladas de cemento, 1275 metros cúbicos de arena, 3933 metros cúbicos de piedra, 10 597 toneladas de hierro, 55 250 metros cúbicos de madera y un ejército de obreros que tuvo que empezar por extraer, mover y nivelar 50 000 metros cúbicos de tierra. Todo era poco para preparar bien la mayor fiesta tras la más terrible de las guerras. Y también preparó un gran equipo. Fue contando los partidos por goleadas hasta llegar al último, ante Uruguay. No exactamente una final, pero como si lo fuera, porque el título se resolvía en una liguilla entre los cuatro que habían sobrevivido hasta ahí (entre ellos España, que al final fue cuarta) y al último día llegó Brasil con dos victorias y Uruguay con una victoria y un empate. De modo que Brasil era campeón con empatar o ganar. Uruguay, solo si ganaba. El día de la final los periódicos tenían preparadas las portadas, ¡Brasil Campeão do Mondo!, y los dedos sobre las rotativas para arrancar cuanto antes. Millones de objetos con esa leyenda atestaban cientos de almacenes, listos para ser vendidos nada más acabar el partido.
Pero Uruguay defendía una leyenda de invencibilidad. Había ganado el campeonato olímpico de 1924 y 1928, y el Mundial de 1930. A los de 1934 y 1938 no había acudido, en respuesta despechada a la ausencia de muchos equipos europeos a aquel primer Mundial de 1930, que se jugó en Uruguay.
Un rugido como de terremoto se percibía en el vestuario de Uruguay, donde los jugadores estaban atemorizados. Hasta que se levantó Obdulio Varela, el Negro Jefe, y les arengó: «Hay doscientos mil gritando allá arriba, pero son de palo. Abajo solo hay once, como nosotros. No miren arriba ni a los lados, miren solo al frente». Y salieron a jugar: Máspoli; Matías González, Tejera; Gambetta, Obdulio Varela, Rodríguez Andrade; Ghiggia, Pérez, Míguez, Schiaffino y Morán. En el primer tiempo cumplieron. Al descanso se llegó cero a cero. Los brasileños eran campeones con ese resultado, pero no estaban conformes: «Esa gente no ha venido a vernos empatar, ha venido a vernos golear». Salieron como furias y, a los dos minutos, gol de Brasil, y pareció abrirse la tierra. Ahí fue cuando el Negro Jefe cogió el balón bajo el brazo y fue despacio al linier, luego al árbitro, a reclamarles algo con gestos. La curiosidad enfrió el ambiente. Entonces les dijo a sus compañeros: «Ya los hemos calmado, ahora vamos a ganarlos». Se reanudó el juego. Brasil, anticipando el título, empieza con florituras. Uruguay juega serio, Ghiggia gana todas en su banda, donde se hace un picnic con Bigode. En una de sus escapadas, centro atrás y gol de Schiaffino. Era el minuto 65. Brasil trata de retomar el hilo de su mejor juego, pero no le sale. En el 83’, otra jugada idéntica, Ghiggia que se va y cuando el meta Barbosa espera el centro atrás, escoge tirar raso y duro por el primer palo. Gol. Silencio en Maracaná. («Solo Sinatra, el papa Juan XXIII y yo hemos hecho callar a Maracaná», repite jocosamente Ghiggia desde entonces.) Brasil insiste, pero no hay manera. ¡Piiiii, piiiii, piiiii…! El partido termina 1-2, Uruguay es campeón.
Nadie se lo explica, nadie se remueve, nadie reacciona, nadie recuerda el protocolo. Jules Rimet baja al césped y le da la copa a Obdulio Varela, el gran capitán, al que entresaca del pequeño barullo de abrazos de la delegación uruguaya. La gente empieza a desfilar a la media hora. Flávio Costa, el seleccionador, quedó encerrado dos días en el campo. Solo entonces salió, disfrazado de mujer. Barbosa quedó maldito para los restos. En 1993 pretendió visitar a la selección de Brasil en su lugar de concentración y no le dejaron entrar. «La pena máxima en Brasil es de 30 años, y yo llevo 43 pagando por un crimen que no cometí», se quejó. La vida fue dura con él. Hasta el final de sus días trabajó como cuidador del campo de Maracaná.