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Café, Copa y Fútbol | Arturo Fernández

“Me convertí en boxeador para sacar a mi madre de la miseria”

Como buen fajador que fue en sus tiempos de boxeador, Arturo Fernández (Gijón, 1929) se ha abierto paso en la vida esquivando golpes duros. Desgrana con AS sus recuerdos.

Arturo Fernández
Arturo FernándezFELIPE SEVILLANODIARIO AS

Para empezar, hablemos de boxeo porque usted fue ‘El tigre del Piles’, un boxeador de peso medio que hacía temblar la cuenca minera asturiana, ¿cuál era su golpe secreto?

—Sobre todo era un gran fajador, no había quien me cazara, aunque pegada tenía poca porque estaba mal alimentado y poco preparado físicamente. Vivíamos en un barrio muy pobre de Gijón y no teníamos apenas para comer. Mi padre tuvo que salir de España por problemas políticos y mi madre se mataba limpiando botellas de vidrio, tenía las manos llenas de sabañones y yo me hice boxeador con el fin de quitarla de ese duro trabajo por el que le pagaban cuatro pesetas al día.

—¿Cuánto cobró por su primer combate?

—Ochenta pesetas de 1945. Tenía 16 años y tuve que falsificar un carné para que me permitieran pelear. Boxeé por toda la cuenca minera de Asturias pero no conseguí quitar a mi madre de ese trabajo porque la pobre no se fiaba de mí y decía que esas cuatro pesetas diarias que ganaba eran fijas.

—¿Iba a verle boxear?

—No, mi madre nunca se enteró de que yo boxeaba. Ya he dicho que a mí no me tocaban la cara y ganaba siempre los combates, aunque los ganaba a los puntos. Hasta la última pelea que disputé en Sama de Langreo contra un chico que era sordomudo al que llamaban El Pantera. Le di una paliza tremenda pero el tío parecía que no sentía los golpes, no había manera de tumbarle y acabó siendo combate nulo por lo que decidieron que se disputara un desempate. Y ahí, sí, el chico ese me enganchó a la primera y ya no di pie con bola. Me dio una paliza de escándalo, me puso la cara como un saco de tomates. Nos dieron 150 pesetas a cada uno y ahí terminó mi carrera como boxeador.

—Pronto arrojó la toalla.

—Era una época de miseria terrible, plena posguerra, tristeza y desolación. Los chicos estábamos confundidos, buscándonos la vida de mala manera. Además, mi madre no quería que yo fuera un obrero, soñaba para mí con un puesto de oficinista y yo no había aprobado nunca ni una asignatura en el colegio. Estaba convencido de que el río Miño pasaba por Córdoba, con eso lo digo todo.

—Así que lo de la oficina pasó a mejor vida.

—De oficina, nada de nada. Estuve trabajando en un taller, después en una perfumería, quizá de ahí venga mi afición a las colonias. Luego vendí corbatas, chocolate... Me recorría los pueblos mineros vendiendo chocolate, salía con 100 libras —de peso— y me ganaba una peseta con cada libra vendida. En fin, sacaba dinero de donde podía. Tiempos de mierda, no había nada, ni un gato para freírlo. Por eso cuando ahora se habla de la crisis, claro, me tiro al suelo de risa. Yo he visto llorar a mi madre porque sólo me podía dar un trozo de patata cocida para comer.

—Cuando abandona su pueblo, ¿qué esperaba encontrar en Madrid?

—Llegué a Madrid en septiembre de 1950 sin saber a qué venía, a la aventura por la aventura, igual que miles de personas que huían de la miseria de sus pueblos. Alguien me recomendó que hiciera de figurante en el cine porque me veía que tenía buena pinta, o yo qué sé, y así empezó mi carrera de actor. Cinco o seis años después ya era conocido en el teatro porque me aferré a mi profesión. Me agarré a ella porque no sabía hacer nada en la vida, no tenía estudios, ni ningún oficio. Quién me iba a decir a mí que al paso de los años iba a estudiar más que nadie.

—¿Quién le enseña el oficio de actor?

—Me formé yo mismo, trabajando duro. Empecé con una frase que me dieron en el teatro Infanta Isabel: “¡Y qué entradas y qué salidas!”, era lo único que decía, no se me olvidará. Empezabas muy abajo y todo lo aprendí yo solo, desde barrer el escenario a poner una luz o montar un decorado. No tardé en tener éxito, quizá gracias a mi buena presencia y al buen gusto heredado de mi madre. La mujer tenía clase y elegancia y eso me lo inculcó bien. La elegancia es algo sublime que percibes pero no se aprecia a simple vista. Un toque de distinción que se tiene o no se tiene.

—Su primer gran partido como actor lo disputa en Barcelona.

—Sí, en el año 1957 ruedo una película policíaca que se llama Distrito quinto con Alberto Closas y ya destaco. Después vino Un vaso de whisky, una de las mejores películas que se han hecho en España. Todo eso en Barcelona, donde a mí me dieron las mejores oportunidades. En aquella época Barcelona era más importante que Madrid, era una ciudad más moderna, más europea. Y llegó el gran éxito de La casa de la Troya. Y así hasta más de 80 películas y un montón de obras de teatro.

—¿Es verdad que era usted un fino estilista con el balón en los pies?

—Eso fue antes del boxeo, con 15 años, era muy bueno, sí. Un viejo amigo mío me dijo que si hubiera seguido en el fútbol habría sido como Di Stéfano. Nunca olvidaré esa conversación de aquel día durante una visita que le hice a mi amigo al manicomio donde estaba ingresado (ríe). Bueno, de todas formas yo me lo creí. Me hicieron una prueba en el Círculo Popular de La Felguera, que por aquella época estaba en Segunda División. Los diez primeros minutos jugué de maravilla, pero luego me vine abajo porque estaba muy desnutrido. Un desastre. Y creo que no tardé en colgar las botas, o lo que fuera eso que llevaba calzado.

—Cosas de la vida, pasado el tiempo uno de sus grandes amigos es Di Stéfano.

—Alfredo es sensacional. Ha venido muchas veces a cenar a mi casa y escucharle era todo un placer. Recuerdo caerme de la silla de risa con las cosas que contaba. Hace años de eso, pero guardo de él un recuerdo admirable. También tuve mucha amistad con Amancio, que era un sabio del fútbol de verdad.

—De ahí le viene su pasión por el Real Madrid.

—Mi primer amor es el equipo de mi tierra, el Sporting, y luego el Madrid y el Atleti porque esta ciudad, Madrid, me ha dado mucho y el amor que siento por los dos equipos es similar. Pero recuerdo ver un partido en el Bernabéu con Amancio sentado a mi lado y me hizo una lectura del encuentro admirable. Me decía lo que iba a ocurrir, el desenlace de las jugadas, antes de que ocurriera.

—Ahora sólo le queda decir que también es del Barça.

—Bueno, no, pero a mí el Barcelona de Guardiola me aburría muchísimo porque la tocaba y la tocaba y el otro equipo no cogía un solo balón. No había contrario. Ahora con el Tata Martino lo veo muy raro, no sé a qué juega, no sé qué está ocurriendo ahí. El partido del otro día con la Real fue rarísimo. La Real se los comió crudos.

—¿Qué otros futbolistas le han fascinado?

—Luis Suárez, sin duda, ha sido el jugador más elegante que he visto. Era el fútbol de hoy. Soy muy amigo suyo aunque llevo mucho tiempo sin verle. Además, era muy profesional. Cuando jugaba en el Barça cenábamos a menudo juntos y después le invitaba al cine o al teatro y él se negaba siempre a ir porque tenía que entrenar por la mañana. Era un gallego genial, ¿puedo contar una anécdota suya sensacional?

—Faltaría más.

—En un partido contra el Granada se le acercó su marcador y le dijo: “Mira Luis, tengo 32 años, tres hijos y quiero que me renueven así que si no te importa te pido que no pases por mi lado”. “¿Y si paso?”, le dijo Luis. “Pues mira, no sé como decírtelo, ¿ves esa grada de ahí arriba?, pues podrías ir volando hacia allí”. Y Luis tragó saliva y se cambió de banda. En el descanso, Helenio Herrera, el entrenador, le recriminó su actitud y le pidió explicaciones. Y cuando Luis le contó el motivo de su espantada, Helenio se echó a reír y le dijo que hiciera lo que quisiera.

—Aparte de Suárez, ¿algún otro jugador al que haya admirado por su elegancia?

—Pues mira, el Lobo Carrasco me gustaba mucho, tenía un porte distinguido y tenía un aire muy parecido a Cruyff.

—¿Qué sensaciones le llegan del Atleti a estas alturas de la temporada?

—Uff, el Atleti. Me encantó contra el Milán, le pegó un repaso de fútbol, pero después contra Osasuna no me podía creer lo que estaba viendo. Falló todo, incluso Courtois, que es uno de los grandes porteros del mundo, y la defensa, que es grandiosa. De todas formas tiene mucho mérito llegar adonde ha llegado con los recursos limitados que tiene. Veremos qué ocurre el domingo en el derbi.

—¿Qué pronóstico tiene para el derbi?

—Chatín, no me fastidies que no lo sé. Lo que sí creo es que el Atleti va a quedar tercero en la Liga.

—Dicen las críticas que con su última obra de teatro ‘Ensayando a don Juan’ ha roto con el ‘Arturismo’, ¿cómo le suena eso?

—Si hablan de mí elogiándome, me gusta y creo que siempre se quedan cortos. Cuando Albert Boadella me ofreció hacer el papel no lo dudé. Es una comedia excelente, con un reparto sensacional, actores muy jóvenes y muy preparados.

—Por fin Arturo Fernández ha conquistado a los progres.

—Es verdad que ha habido críticos que nunca antes se habían preocupado por mí y han escrito cosas sensacionales. Eso quiere decir que al aceptar el trabajo no me equivoqué. Esta profesión te da sorpresas continuamente y me encanta que a estas alturas haya alguien que descubra facetas en mí que antes ignoraban.

—¿Ha ganado mucho dinero?

—Sí, me ha ido muy bien. He sido un hombre que ha vivido muy bien, tal vez porque conozco el sabor de la miseria. Además, con mi compañía de teatro jamás he pedido una subvención, y eso lo llevo con mucho orgullo.

—¿Tanto como personaje de ficción que como personaje real siente que es usted una especie en extinción?

—No lo sé chatín, yo hablo muy bien de mí y creo que cuando me muera lo voy a sentir mucho, pero me da a mí que no me voy a morir. De todas formas, he enviado allá arriba, al cielo, una solicitud para ver si me puedo quedar aquí y me ha llegado cierta información confidencial favorable a mis deseos. Al parecer, eso dicen en las alturas, hay muy pocos como yo.