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Valencia 0 - Real Madrid 5

Al Madrid le gusta Mestalla

Exhibición del equipo de José Mourinho en la primera mitad, con cinco goles. Dobletes de Cristiano Ronlado y Di María. El Valencia dio espacios y se condenó.

NOCHE REDONDA EN MESTALLA. Cristiano celebra su primer gol en el partido junto a Di María, Varane, Özil e Higuaín, que llega en carrera.
NOCHE REDONDA EN MESTALLA. Cristiano celebra su primer gol en el partido junto a Di María, Varane, Özil e Higuaín, que llega en carrera.

Es imposible ganar al Madrid si potencias sus virtudes. Al Madrid de Mourinho le incomoda el orden, la tranquilidad y la reflexión. Le molesta tomar la iniciativa y se inquieta contra equipos bien agazapados. El Valencia, como si no lo supiera, le dio campo y frenesí. Le ofreció un partido loco, de ida y vuelta, al borde del abismo. Pretendió prolongar el tradicional arreón del primer minuto como si el rival fuera uno cualquiera, de los que se intimidan con un rugido. Tal vez fue un plan equivocado, o ansiedad mal entendida, o el ardor reconcentrado de los últimos días; el odio paraliza. Quizá fue la conjunción de todos los desastres posibles. El caso es que el Madrid se agigantó según corría y según marcaba goles, cinco en la primera mitad. De forma progresiva recuperó la felicidad, la confianza y el instinto asesino. De nuevo se sintió león, guepardo, carnívoro.

Si el Valencia fue víctima de una sucesión de catastróficas decisiones, el Madrid vivió todos los reencuentros felices que podía imaginar. Volvió Di María, para empezar. Para su fortuna pudo arrancar cuesta abajo, con metros para el galope y con tiempo para llenar los pulmones de optimismo. Su regreso al mundo de las gacelas encontró la bienvenida de un Özil fascinante, convertido en el lápiz de un arquitecto, trazos largos y precisos. A no mucho tardar surgió Cristiano, otro futbolista feliz ante la llanura y ante el defensa que le tocaba: Ricardo Costa, central en el exilio de la banda derecha, fue un muñeco de trapo en sus manos.

A los ocho minutos marcó Higuaín. Antes había fallado un remate claro, desenlace de un contragolpe excelente, tan bueno como el pase de Arbeloa. En la siguiente no perdonó. Özil lanzó a Di María y el Fideo supo esperar refuerzos, un zurdazo diferente al suyo.

Ahora es fácil decirlo, pero el Valencia debió protegerse entonces. Alguien debió advertir el peligro y tomarse aquello como una señal, aceptar el empate como un objetivo loable. Nadie lo hizo. Al revés. El equipo de Valverde dio otro paso hacia adelante y se condenó aún más, sobreexcitado e impreciso. Cada balón perdido se lo hacía pagar el Madrid con un disparo que le afeitaba las patillas. Y es literal.

Antes de que Di María consiguiera el segundo gol, Khedira ya había podido marcar un par. Cristiano, en esta ocasión, no dio opción al error o al acierto de Alves. Primero quebró a Ricardo Costa como quien retuerce un calcetín mojado y después sirvió un pase tan tentador como una caja de bombones.

A partir de este punto, el partido se transformó en una sucesión de cañonazos y en un creciente parte de bajas: jugadores, espectadores, esperanzas coperas. Animado por el olor de la sangre, el tercer tanto se lo apuntó Cristiano, carrera y chutazo por el palo que corresponde al portero. El cuarto volvió a ser suyo, aunque de factura coral: Di María abrió desde la derecha y Özil asistió con el ala de Nike. El quinto, el de la manita que deja la señal en el moflete, lo consiguió Di María en otra carrera africana y caníbal.

Tregua. El segundo tiempo sirvió para que el Valencia recuperara un mínimo de autoestima. La mejor noticia es que no recibió cinco goles; la mala es que todo era mentira. El Madrid no quiso cebarse, o no quiso arriesgar, o prefirió guardar goles para el miércoles. El proceso es inconsciente e incluye un impulso piadoso y corporativista: yo podría ser tú. A pesar de la tregua no declarada, el Valencia estrelló dos balones en los palos y Cristiano fue derribado en el área por Rami, penalti no señalado porque hasta los árbitros tienen corazón.

A tres días de la Copa, las secuelas son incalculables. Parece imposible que el Madrid no marque un gol y cuesta imaginar cómo podría anotar el Valencia dos o más. El fútbol, al que tanto divierte romper los pronósticos, tendrá que recurrir a un milagro para romper este.