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Liga de Campeones | Roma 0 - Real Madrid 3

Un paseo por el Olímpico

El Madrid gana con comodidad y se clasifica para octavos de final. Los romanos salieron medio entregados. Un gol de Ronaldo abrió el camino

Actualizado a
Jugadores del Real Madrid celebran el primer gol.

El Madrid cumplió el objetivo, hizo lo preciso para vencer con claridad y se clasificó para los octavos de final de la Champions, lo que es tanto como superar el crudo invierno y meter un pie en la dulce primavera, pues será en marzo cuando se resuelva la siguiente eliminatoria, meses de tregua y oxígeno porque nada será definitivo hasta entonces.

Desde el primer instante el encuentro tuvo el aire gélido de los partidos invernales de Tercera Regional, campo de tierra, balón que pica y cuatro novias en las gradas, eso si hay suerte, porque en mis tiempos eran cuatro amigos a los que bautizamos Peña Pacharán, por su mayor fidelidad a las endrinas que al fútbol. El pintoresco cuadro lo completaba un árbitro zampabollos. De no mediar sanción hubiéramos sospechado que se había comido él al público.

Los romanos entregaron al Madrid el balón y tres cuartas partes del campo y lo hicieron sin pudor, como un sparring obediente que se sube al ring a que le sacudan un poco, sin maldad ni pasión alguna, esperando a que llegue la hora de irse a casa. A excepción de los jóvenes Aquilani y Corvia, insolentes, el resto de futbolistas del Roma apenas mostraban interés en el juego, no se habían ni afeitado. De todos ellos, el más amigo era el portero, incansable a la hora de dar facilidades, merengue de corazón o simplemente fardo.

El Madrid dominó con gula. Tocó el balón hasta borrarle el precio, lo sobeteó, cien veces, mil, triangulaciones, rombos, trapecios, punto de cruz y encaje de bolillos. Cómo sería el asunto que, a los cuatro minutos de partido, Ronaldo estuvo a punto de marcar de cabeza, su apéndice menos popular.

Apenas cinco minutos después, Ronie rebañó un pase de Zidane que parecía corto, se metió en el área con una poderosa arrancada y, aunque el último control se le fue largo, lo alcanzó finalmente y batió a Pelizzoli, que salió tarde y de canto. Si hubiera hecho falta meter cinco goles podían haber caído siete.

Una de las primeras conclusiones que se pueden sacar de un partido sin público es que el tiempo no corre, anda. También existe el riesgo de que los futbolistas piensen que no les ve nadie y caigan en la modorra de los entrenamientos, donde el gol es casi lo de menos, importa más tonificar los músculos, abrir los poros para afeitarse mejor, no lesionarse, pasar el rato, pensar en después.

Así transcurrió la primera parte, el Madrid dictador y goteando ocasiones, como un buen pase de Beckham que Ronaldo no acertó a rematar o un tiro lejano de Roberto Carlos, poca cosa, casi todo viciado por un fútbol horizontal que es consecuencia de que en el Real Madrid no se ofrece absolutamente nadie, nadie se desmarca, no hay ni un movimiento inesperado, imposible la fluidez en este equipo porque todas las cartas se entregan en mano.

El Roma pisó el área de Casillas un par de veces, pero por pura inercia, siempre los chicos. También hubo tiempo para que Candela mandara un balón a la escuadra, buen tiro de falta. Pero sin el clamor de los aficionados esas ocasiones se quedaban en anécdotas menores que no intimidaban en absoluto al Madrid ni servían tampoco para dar alas a los anfitriones. Juegan los futbolistas, pero el público es el alma, quizá lo entiendan algún día las estrellas que nunca sonríen, los que siempre gruñen.

En la segunda parte duró muy poco la emoción que ofrecía el resultado, pues aún cabía la remota posibilidad de que los romanos marcaran un gol, queriendo o sin querer. La intriga la despejó el orondo árbitro, que entendió como penalti lo que era sólo una riña entre Ronaldo y el gigantesco Dellas. Figo consiguió el segundo gol y el portero dibujó una hermosa palomita. Y el tercer tanto también fue suyo: burla al griego enorme y disparo cruzado no menos enorme.

Partidos así deberían acabarse antes de los 90 minutos de haber acuerdo entre los jugadores. Mejor aún, no debería haber partidos así. El estadio sin público castiga más al fútbol que al descerebrado que arrojó un mechero. Y si eso enerva, también lo hace la falta de tensión del equipo que no se juega nada, que deja de ser comprensible cuando, ya antes del inicio, roza la rendición incondicional. Yo, de ser tifoso del Roma, orgulloso, engominado y altanero, no me sentiría muy satisfecho por entregar la honra sin pelea.

Al Madrid, sin embargo, no se le puede poner ni una objeción, si acaso no lograr una goleada que le hubiera subido la autoestima. Aunque quizá ese abuso no se hubiera correspondido con la actitud pachanguera del enemigo que no lo fue, si acaso, rival, adversario, o, más bien, ya lo tengo, leal oposición.