Pekín 2008 | Ciclismo
Sprint de oro para el asturiano Samuel Sánchez
Samuel Sánchez (Oviedo, 5-2-1978), fino y escurrido tras la batalla, flotaba en una nube. Ni las cinco etapas en la Vuelta a España, ni el Campeonato de Zúrich, ni el cuarto puesto en el Mundial de Salzburgo 2006 se pueden comparar al oro de Pekín, la primera medalla española.
Samuel Sánchez lloró de felicidad en un escenario de cuento, el más bello posible en China, frente a la Gran Muralla de Ju Yong Guan. Lloró porque se convirtió en el primer campeón olímpico español de fondo (Miguel Indurain lo había sido en la crono en Atlanta 1996). Lloró al sentir que su triunfo lanzará a España en los Juegos de Pekín hacia el objetivo de superar las 22 medallas de Barcelona. Lloró cuando miró al cielo y se acordó de su madre, Amparo, fallecida hace ocho años. Unas lágrimas que resbalaban doradas, de agradecimiento hacia cuatro compañeros que se alegraron, sinceros, tanto como él. Y hacia un seleccionador, Paco Antequera, que siempre juega su baza cuando los focos apuntan a otros. Samuel era el tapado en una carrera difícil de controlar, en un circuito denso donde los corredores pagaron el peaje de tanta sudoración bajo un cielo plomizo, una temperatura de 30º y una humedad del 80%.
El asturiano era el hombre con el que nadie contaba en una guerra planteada entre Bettini, defensor del título, y Valverde, un depredador de final explosivo que se relamió cuando reconoció la rampa a la que se llegaba tras 245 km y siete subidas al exigente Paso de Badaling.
Gallos.
El ya campeón olímpico era el lugarteniente de lujo en un quinteto de gallos. Un tipo listo en su madurez (30 años), que tuvo el temple de enfriar las neuronas y espantar el nerviosismo cuando en el último kilómetro ya veía la posibilidad de repartirse los metales con Andy Schleck (Luxemburgo) y Davide Rebellin (Italia), y aparecieron tres trenes dispuestos a arrollarles: Fabian Cancellara (Suiza), Alexandr Kolobnev (Rusia) y Michael Rogers (Australia). El asturiano del Euskaltel quemó sus últimos gramos de energía en un sprint jugado en la dura rampa que daba entrada a la meta y a la gloria. Supo ponerse a la rueda del ruso, medalla de plata en el último Mundial, consiguió resistir el envite de Rebellin (37 años cumplía ayer), que acabó segundo, y supo leer que el suizo Cancellara ya había explotado todo lo que tenía en la brutal persecución previa. Se coló por la derecha, fue creciendo y creyendo y pudo hasta levantar los brazos y llevárselos al rostro para disfrutar de un segundo de felicidad absoluta, antes de que el fulgor del oro restallara en sus ojos.
Pero para llegar hasta ahí, en disposición de optar a una medalla, un ganador del Tour, Carlos Sastre, se había vaciado con una generosidad absoluta. El hombre de la exhibición en Alpe d'Huez tomó el mando de las operaciones. Se metió en la fuga de 24 hombres que estuvo muchísimos kilómetros destacada y en la que se filtraron como elementos peligrosos Kim Kirchen y Jens Voigt. El madrileño de El Barraco fue luego vital cuando, a falta de dos vueltas y ya con todo el grupo unido, puso a un ritmo infernal a todo el grupo para romper cualquier intento de rebelión. Él y otro profesional, Rebellin, un clasicómano que ya fue olímpico en la lejana Barcelona 92 pusieron los galones. El italiano también se llevó su porción de metal.
Ya en el último paso, con Freire retirado en la cuarta vuelta por molestias estomacales y con Contador bajándose también de la bici tras ayudar en lo que pudo a Sastre, quedaba jugarse la baza de Valverde. Y ahí, entre tanto marcaje, él y Bettini se fueron diluyendo presos de tanta tensión. Samuel le esperaba, hablaba con Antequera y, cuando comprendieron que no llegaría, miraron a la Gran Muralla. Allí estaba el gran premio. Quedaba sólo encaramarse al muro para probar el sabor del oro. Y Samuel lo cató. Y lloró.