El cementerio de los elefantes
Sendos accidentes mortales truncaron la trayectoria deportiva de Ayrton Senna y Drazen Petrovic, dos de los mayores íconos de la historia del deporteBarcelona - Estudiantes en directo online
Cuando Ryszard Kapuscinski estaba internado en un hospital ugandés de Kampala víctima de una malaria cerebral, tal y como él mismo escribió después en Ébano, el doctor Patel le narra la razón por la que no existen en África cementerios de elefantes, el mamífero paquidermo al que en el pasado nadie podía vencer en el mundo animal y que únicamente moría de muerte natural. “Ésta solía producirse al ponerse el sol, cuando los elefantes acudían a sus abrevaderos. Se detenían en la orilla de un lago o de un río, alargaban las trompas, las sumergían en el agua y bebían. Pero llegaba el momento en que un elefante viejo y cansado ya no podía levantar la trompa y para saciar la sed tenía que adentrarse en el lago cada vez más. Y también cada vez más, sus patas se hundían en el légamo. El lago lo succionaba, lo atraía a sus insondables profundidades”, explica en su libro el fallecido periodista polaco. Y añade: “Y es ahí -concluyó el doctor Patel-, en el fondo de nuestros lagos, donde se encuentran los cementerios de los elefantes”. Y es ahí, precisamente, en el fondo de algún lago africano, donde posiblemente se encuentren dos de los mayores reyes de la selva del deporte, dos elefantes que deberían haber muerto de viejos y cansados, yendo a beber agua al lago, pero que se toparon con sendos accidentes mortales que acabaron con su vida antes de tiempo. Se llamaban Ayrton Senna y Drazen Petrovic. Y no hay nadie en este mundo que no conozca sus éxitos. Unos éxitos que un día, de improvisto, se terminaron definitivamente para trasladarse a la imperecedera categoría de mitos y leyendas.
El trágico fin de semana en Imola
Y es que seguro que alguno de ustedes lo notó: el mundo se detuvo el 1 de mayo de 1994 a eso de las dos y diecisiete minutos de la tarde. Fue sólo por unos instantes, casi imperceptibles, pero el mundo se detuvo, es una certeza. A esa hora, en Imola, en la séptima vuelta del Gran Premio de San Marino, Ayrton Senna, tres veces campeón mundial de Fórmula 1, estrelló su Williams FW16 (el piloto brasileño se había mostrado a disgusto con su coche desde el principio de temporada) a más de 200 kilómetros por hora contra un bloque de cemento al hacer un recto en la curva Tamburello y falleció en el acto víctima de múltiples fracturas de cráneo y pérdida de masa encefálica. Cuando iba a entrar en la citada curva, a más de 300 kilómetros por hora, la columna de dirección del monoplaza del piloto brasileño se rompió causando el accidente (si bien existen otras teorías al respecto), que se convirtió en mortal porque una varilla de suspensión atravesó el reconocido casco amarillo y la visera de Senna para poner el trágico epílogo a un fin de semana maldito para la Fórmula 1 (“Había muerte en el aire”, escribió hace unos años en la página web de la BBC para describir ese fin de semana el piloto David Coulthard, que ocupó en el equipo Williams el asiento que quedó libre tras el fallecimiento del brasileño). La cronología de sucesos fue la siguiente: en la primera sesión de clasificación del viernes, Rubens Barrichello (compatriota y protegido de Senna) quedó inconsciente tras golpear una defensa en la curva Variante Bassa y después de que su monoplaza Jordan saliera lanzado por los aires y diera varias vueltas de campana; en la segunda y última sesión de clasificación del sábado, el piloto austriaco Roland Ratzenberger, del equipo Simtek, golpeó frontalmente su coche contra una barrera de hormigón en la curva Villeneuve y falleció prácticamente en el acto con una fractura en la base del cráneo, convirtiéndose así en el primer piloto de Fórmula 1 muerto en un gran premio desde que Riccardo Paletti falleciera en Canadá 1982; y ya en la carrera del domingo, un accidente entre J.J. Lehto y Pedro Lamy en la parrilla de salida provocó heridas leves a nueve espectadores después de que partes de los monoplazas saltaran por los aires y superaran la valla de seguridad del trazado. Este último accidente supuso la salida del coche de seguridad y, apenas dos vueltas después de haberse relanzado la carrera, con los neumáticos sin estar a la temperatura adecuada por la baja velocidad del safety car (un Opel Vectra), un preocupado Senna desde el día anterior (“El comportamiento de Senna aquella noche fue distraído, atormentado incluso”, contó el periodista Oliver Brown en The Telegraph cuando visitó veinte años después de su muerte el Hotel Castello, el alojamiento del brasileño en ese fatal fin de semana) se estrelló mortalmente cuando marchaba en primera posición de la carrera. “Ayrton se derrumbó y lloró en mi hombro”, escribió en sus memorias el neurocirujano inglés Sid Watkins, jefe médico de la competición automovilística durante más de dos décadas y amigo personal del brasileño, sobre lo que hizo Senna tras el fallecimiento de Ratzenberger. Y también añadió lo que el propio médico británico le dijo: “¿Qué más necesitas hacer? Has sido campeón mundial tres veces, eres obviamente el piloto más rápido. Déjalo y vamos a pescar”. “Sid, hay ciertas cosas sobre las que no tenemos control. No puedo retirarme, tengo que seguir”, le contestó el mito brasileño. Unos días después, alrededor de tres millones de personas lloraban en el funeral de Senna en Sao Paulo. Entre otros, Emerson Fittipaldi, Gerhard Berger, Alain Prost (excompañero de equipo del brasileño y enemigo irreconciliable) y Rubens Barrichello portaron su féretro. “Él estaba considerado el mejor piloto del mundo en el momento de su muerte. Posiblemente el más grande”, escribió The New York Times en su obituario sobre Senna. “Podría haber sido el piloto más grande de la historia. No había debilidad en Ayrton Senna”, respaldó en el citado obituario Michael Andretti, excompañero del brasileño en McLaren. Unos años antes, Senna, la única alegría en el país deprimido que era Brasil (“Gracias por hacernos los domingos tan felices”, rezaba una pancarta en su funeral), había delimitado su filosofía en una entrevista en el propio periódico neoyorquino: “Creo que, a medida que pasa el tiempo, tú tienes que explotar tus propios límites y los límites de la máquina”, mantuvo. Y concluyó: “Mi elección es simplemente hacer lo que creo que es correcto según mi mente y mi corazón”. Una elección que respetó fielmente hasta su propia muerte, a los 34 años de edad.
Incidiendo en su figura, pese a que el brasileño no es el piloto más laureado de la historia (Schumacher, Fangio, Prost y Vettel le superan en títulos mundiales), el periodista Brad Spurgeon, también en The New York Times, destacó en un reportaje cuando se cumplieron veinte años de su muerte que “la personalidad y el carácter de Senna trascendían a sus resultados”. He ahí la clave de todo, la importancia de la leyenda de este elefante: según un estudio de Repucom, durante la primera mitad del año 2013 (19 años después de su fallecimiento), más de 600.000 personas de Latinoamérica y Europa habían mencionado a Senna en Twitter y Facebook. El dato no es baladí: esas menciones eran más numerosas que cualquiera de las que habían tenido en ese mismo periodo de tiempo cualquier piloto de la actual Fórmula 1, incluidos Sebastian Vettel y Fernando Alonso. “Él fue una inspiración”, le confesó el piloto asturiano a Spurgeon en el citado texto. Y prosiguió: “Tenía un gran póster de Ayrton en mi habitación e, incluso, mis primeros karts fueron con los colores del McLaren de Ayrton porque a mi padre también le encantaba”. Quizá el padre de Alonso empezó a fraguar su pasión por Senna en aquel mítico Gran Premio de Mónaco 1984, donde el brasileño, a bordo de un Toleman (algo así como el Minardi de la época inicial de Alonso), bailó sobre la lluvia (como siempre que las gotas mojaban el asfalto, cuando los pilotos tenían que demostrar su talento) desde la decimotercera a la segunda plaza para sumar su primer podio en el Mundial. Era su primera temporada y su sexta carrera, el inicio de la historia inolvidable de un mito que, tal y como explica Richard Williams en su libro The death of Ayrton Senna, consiguió convertir a los habitantes de Sao Paulo, “una vasta megalópolis de extrema riqueza y pobreza extrema”, en un conjunto de “aldeanos, compartiendo el duelo por su chico de oro, su hijo favorito, su campeón” mientras su cuerpo recorría en un ataúd dentro de un coche de bomberos un atestado cortejo fúnebre con más de 30 kilómetros de duración. “Tan pronto como tocas un límite, algo pasa y de repente puedes ir un poco más lejos. Con tu poder mental, tu determinación, tu instinto y la experiencia puedes volar muy alto”, había dicho una vez su ídolo muerto. Él voló demasiado alto, hasta la saudade. “Es la palabra más hermosa de nuestro idioma”, le confesó un ciudadano brasileño al citado Richard Williams, sorprendido al ver tantas pancartas en el funeral del ídolo paulistano con esa palabra. Y prosiguió: “Es una de esas palabras para las que no hay traducción directa. Significa la sensación de pérdida y tristeza que sientes cuando la persona a la que amas ya no existe”. Amor por Senna. Saudade por Senna. Desde aquel día de mayo en el que el mundo se paró. Por segunda vez.
En una carretera alemana
Porque, de hecho, apenas unos meses antes, seguro que alguno de ustedes también lo notó, el mundo ya se había detenido por unos pequeños instantes. Fue el 7 de junio de 1993, pasadas las cinco de la tarde. A esa hora, en una carretera alemana, veintiséis grados de temperatura, un día estival de tormenta (la lluvia con la que tan bien conducía Senna), un Volkswagen Golf se estrellaba contra un camión. En el asiento del copiloto, dormido y sin cinturón de seguridad, estaba Drazen Petrovic, el Mozart de la canasta, el elefante indestructible del baloncesto europeo que esa temporada había empezado a triunfar verdaderamente en la NBA. Falleció en el acto. Venía de Polonia, de jugar un Preeuropeo en el que Croacia se habría clasificado con facilidad sin él. Tras hacer escala en Frankfurt, Petrovic decidió no coger de nuevo el avión junto con el resto de sus compañeros de selección e irse en coche con su novia y una amiga. Después de parar en una gasolinera, Petrovic se quedó dormido. Su novia conducía. Tras una colina, el coche en el que viajaban se encontró a doscientos metros a un camión cruzado en la autopista. La novia de Petrovic pisó el freno, pero no le dio tiempo a parar y empotró el coche frontalmente contra el camión. Únicamente falleció el escolta croata. Tenía 28 años. Las centralitas de los medios de comunicación de Croacia se colapsaron debido a las miles de llamadas de aficionados que deseaban un desmentido sobre la noticia del fallecimiento de su ídolo (“¡Imposible!”, así de rotundo y lacónico fue el titular del periódico croata Sportske Novosti al día siguiente). Cientos de miles de esos aficionados le despidieron días después en Zagreb. Kukoc y Radja, entre otros, portaron el féretro. 22 minutos ininterrumpidos había durado la ovación que se había realizado como primer homenaje a su memoria en el pabellón de la Cibona. “Parece que el destino se ceba con las grandes figuras. Nunca he conocido a nadie tan obsesionado con ser el mejor y ganar siempre”, manifestó el entrenador Lolo Sainz cuando se enteró de su muerte. “Una vez dijo ‘Ahora todos somos jóvenes, pero nos haremos mayores’. Para nosotros él seguirá siendo siempre joven. Siempre le recordaremos así”, le contó Vlade Divac a Biserka, madre de Petrovic, en el documental Once Brothers. Algún elefante joven también tiene que haber en los cementerios de elefantes.
“Era el reto lo que le motivaba. Decía que el dinero no le hacía jugar mejor, pero que, si le desafiabas, te iba a machacar. Así era él”, explicó Radja en el mismo documental. Él le conoció bien y todavía se emocionaba al hablar de Petrovic cuando visitó la redacción de diario As casi 23 años después del triste accidente en Alemania. “Nosotros volvimos a casa y, a mitad de la noche, Perasovic me llamó y me contó lo del accidente. No podía ni sostenerme sobre la silla. Casi me desmayé. Fue la peor semana de mi vida. Volé de inmediato a Zagreb y durante dos noches estuvimos junto a su cuerpo. La gente venía llorando con flores, velas… Fue horrible”, narró el pívot croata a los periodistas Manuel de la Torre y Sergio Andrés. Y concluyó: “Nunca comparéis a nadie con Drazen Petrovic. Era un jugador único”. Un jugador pleno de talento forjado por una ética de trabajo inigualable (de niño madrugaba antes de ir al colegio para lanzar 500 tiros a canasta, mientras que, ya en el Real Madrid, nunca abandonaba un entrenamiento sin haber anotado 100 triples). Un ganador al que, sus difíciles inicios en Estados Unidos, le hicieron pasar del joven prodigio burlón al que odiaba la mitad del baloncesto europeo (la otra mitad le amaba; “Sí, sí, sí, me mola Petrovic”, cantaba la Demencia antes de su fichaje por el conjunto blanco) a una máquina perfecta desde la línea de tres. Autómata, musculado, brazos en alto bajando a defender tras haber anotado una nueva canasta. “Voy a estar pensando en lo que podría haber pasado (si Petrovic no llega a morir) durante mucho, mucho tiempo. Él era una buena persona y un gran jugador”, se sinceró Kenny Anderson, compañero suyo en los Nets, en el obituario de The New York Times sobre el croata. “Supongo que esto señala el hecho de lo preciosa que es la vida y cuánto damos por sentado. Es un accidente tan desafortunado que apenas puedo describirlo”, le completó su entrenador Chuck Daly. La descripción más rotunda del suceso, en cualquier caso, corrió a cargo de la madre de Petrovic: cuando se enteró de la muerte de su hijo salió a la terraza de su casa para tirarse por el balcón. Su marido llegó a tiempo para impedir una nueva tragedia. Porque la muerte del genio balcánico era suficiente tragedia de por sí, una vez que todos estaban ya rendidos a su descomunal manera de jugar al baloncesto. “Era un reto jugar contra él, competía con una gran agresividad. No estaba nervioso. Se acercaba a mí con tanta fuerza como yo. Tuvimos algunas grandes batallas en el pasado, pero, lamentablemente, fueron batallas cortas”, explicó una vez Jordan. “Realmente lo respeto porque trabajó muy, muy duro. Cada día en el entrenamiento era el primer chico que venía y el último que salía del gimnasio, así que, como con cualquiera con ese tipo de dedicación, tienes que tener mucho respeto por él”, recordó Clyde Drexler en un reportaje de Bleacher Report. Y David Stern, excomisionado de la NBA, sentenció: “Drazen Petrovic era un joven extraordinario y un verdadero pionero en la globalidad del baloncesto. Sé que una parte duradera de su legado deportivo será que allanó el camino para que otros jugadores internacionales pudieran competir con éxito en la NBA. Sus contribuciones al deporte del baloncesto fueron enormes”.
“Petro, for three, got it”, era lo que sonaba noche tras noche en los altavoces del viejo Meadowlands Arena en East Rutherford, Nueva Jersey, antes de que el mundo se parara por primera vez.
Cuenta la propia Biserka, la madre del croata, en el citado documental Once Brothers de Michael Tolajian, que un día, meses después del trágico accidente de tráfico en Alemania, estaba llorando en la tumba de su hijo en Zagreb y llegó un abuelo con su nieto. Encendió una vela y le dijo: “No esté triste, usted lo trajo al mundo, pero Drazen no sólo le pertenece a usted, Drazen nos pertenece a todos”. En esa frase posiblemente se esconde toda la verdad. Petrovic es de todos nosotros. Al igual que Senna. Y el reflejo de ambos se puede encontrar en la profundidad de algún lago africano. Al alba, en el momento más maravilloso de África, que escribía Kapuscinski. Junto con el resto de elefantes que se fueron a morir al cementerio de nuestros ídolos de adolescencia para de ese modo vivir eternamente en nuestra memoria de adultos. Así de certera es la nostalgia: siempre corre más deprisa que nuestra vida. Lo más seguro es que la nostalgia vaya montada en una máquina de locomoción de cuatro ruedas. Y que nunca se detenga.