TELEVISIÓN

La reacción de una soltera de ‘First Dates’ ante una pareja abierta: “Me cuesta con uno...”

Darío y Aroa protagonizaron una velada que brilló por la nula compatibilidad de los comensales, especialmente reflejada en la gastronomía.

Darío y Aroa en la decisión final

El mundo de la televisión es un lugar peculiar donde uno puede ver cómo un estadounidense construye la piscina de sus sueños en un jardín amplio y endeudado y, en cuestión de segundos, cambiar de canal para observar cómo dos personas que no se han visto jamás comparten una velada, a veces romántica, frente a todo un país. First Dates es el programa de citas por antonomasia. El formato de Cuatro ha cerrado esta semana con unos peculiares encuentros culminados por una pareja imposible. La historia de Darío y Aroa es la de dos jóvenes separados por un muro gastronómico que aleja sus vidas y sus cenas.

Él es un soltero canario de 24 años. Llegaba con tranquilidad y seguridad al restaurante. “Desde pequeño me han creado un complejo de inferioridad con el que lucho todos los días y me cuesta ganar confianza a día de hoy con casi cualquier persona y a la mínima salto”, explicaba sobre su propia vida, justificando y argumentando por qué no busca formar una familia. Todo ‘bien’ hasta el momento: unos precedentes originales y el chico, con su acento insular, esperando conocer la identidad de su acompañante. Entonces llegó el primer revés para ella, que todavía no había entrado. Quería una relación abierta porque ya se encontraba en una.

Ella es Aroa, otra canaria de 21 años. La impresión para él no fue buena. “Es guapita, pero no es el tipo de persona que me gusta a mí”, espetaba. Era solamente el principio. A Darío le gustaba la capital, a ella no. Sólo tenían en común su lugar de procedencia, el acento y la hora atrasada en sus relojes. Y en esas fueron a la mesa.

“Si te gusto bien y si no vete”

Darío confesó ser vegano. Y Aroa, que amaba los animales, pero -todo lo que va antes de un pero casi nunca tiene valor- que no era capaz de dejar de comer carne. “Yo respeto que cada uno coma lo que quiera, pero no lo comparto. Es algo que me molesta muchísimo”, se sinceraba él. La incomodidad estaba servida antes que los platos. Él quiso destensar animándola a ella a que probase productos veganos, insistencia que reafirmó las posiciones de ella. “Nadie me puede convencer para ser vegana. Chaval, cálmate, no voy a cambiar por ti. Soy como soy, si te gusto bien y si no vete”, esgrimió Aroa, dinamitando los puentes que nunca pareció haber entre ambos.

Todavía faltaba otro melón más. El de la relación abierta. Ella no estaba dispuesta a pasar por ello de ninguna forma, porque si ya le “cuesta con uno, como para tener dos”. Por si había dudas, aclaraba: “no puedo”. Para cuando ella dijo que una de sus grandes pasiones era montar a caballo y él respondió que nunca lo haría porque sería explotación, las esperanzas de que saliera algo romántico de allí podrían compararse con la dificultad de buscar la pata de una hormiga en la fosa de las Marianas. Ambos rechazaron seguir conociéndose y volvieron, cada uno por su cuenta, a la isla de la que venían.