HISTORIA

Quién fue Josefina, el gran amor de Napoleón Bonaparte con el que se envió cartas toda su vida

Nació en una isla del Caribe, se casó dos veces y El Terror de la Revolución Francesa le metió en prisión. Esta es la historia de una criolla que llegó a ser emperatriz.

Quién fue Josefina, el gran amor de Napoleón Bonaparte con el que se envió cartas toda su vida

Nació muy lejos de París la noche de San Juan de 1763. Fue en Martinica, en una isla de la Francia de ultramar. Y allí, entre los aromas azucareros del Caribe, oteando los barcos y las vidas que se perdían en el horizonte marino, pasó los primeros años de su vida. Su historia cambiaría la primera vez que contrajo matrimonio: salió de aquel enclave tropical para adentrarse en una complicada Europa que estaba a punto de cambiar para siempre.

La historia de Josefina de Beauharnais es la de una criolla que llegó a ser emperatriz. Era esbelta, de buena figura, con el pelo castaño y los ojos marrones. Viajó a la capital francesa tras contraer nupcias con Alejandro de Beauharnais, un aristócrata liberal que asumió un importante rol político durante la Revolución Francesa.

De su relación nació la pequeña Hortense de Beauharnais y el pequeño Eugène; la llegada al mundo de la primera fue interpretada por Alejandro como una clara evidencia de la infidelidad de su esposa. Tras hacerle la vida imposible, es la propia Josefina quien solicita una carta de separación legal al abogado del monarca y aleja para siempre los fantasmas que esa relación liberó. Los límites del calvario que estaba a punto de caminar son el inicio de su periplo real.

Josefina y Alejandro
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Josefina y Alejandro

Tras pasar dos años en Martinica regresa a Francia y descubre que todo ha cambiado. Aquello que los historiadores llamarían más tarde Antiguo Régimen había dejado de existir. El Terror de la Revolución llevó a Josefina a la cárcel. Al abandonar los barrotes navegó un mar de penurias económicas que fue dejando atrás a medida que se codeaba con los sectores más altos de una sociedad que buscaba la libertad a guillotinazos. Un día entre agosto y septiembre de 1795, mientras permanecía en los aposentos de madame Teresa Tallien, cuya amistad afloró en prisión, conoció a Napoleón.

Ella tenía 32 años, el general de Córcega 26. Los dos habían nacido en una isla recién anexionada a una Francia que extendía francoparlantes alrededor del globo, ambos habían tenido una madre dulce y un padre irresponsable. Su relación ha pasado a la historia como uno de los más icónicos enlaces reales que los libros han recogido. Se casaron por lo civil en marzo de 1796, entre los rumores de un notario que no dejaba de susurrarle a ella que aquel militar era un pobre sin más futuro que la lealtad de los soldados a su disposición.

“¿Todavía crees que no tengo nada?”

Dos días más tarde, Napoleón entró en Italia con ese mismo ejército. Durante todas sus campañas él no cesaba de escribir cartas para contar a su amada todo lo que veía en los mundos exóticos que visitaba y el sinfín de novedades que ocurrían en los campos de batalla. “Vd, a quien la naturaleza ha dotado con espíritu, dulzura y belleza, la única que puede mover y gobernar mi corazón, que conoce pero tan bien el imperio absoluto que ejercéis sobre él”, se lee en una de sus epístolas. Muchos de estos textos han llegado a día de hoy.

Pero ella no sentía lo mismo. No le escribía con la misma frecuencia y llegó a confesar por escrito a uno de sus amigos que se encontraba “en un estado de indiferencia”. A medida que pasaban los días ella se sentía más y más atraída por aquel hombre de éxito castrense, burbuja que explotó cuando le pilló con una mujer en la cama. Capearon las dificultades de su matrimonio y, tras reconciliarse, llegó la coronación.

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Napoleón estaba forjando un imperio que había convertido el Viejo Continente en un pulpo francés cuyos tentáculos se extendían a todos los puntos de su geografía. Y allí, en la catedral de Notre Dame, evocando a la figura de Carlomagno, fue coronado él como emperador y ella como emperatriz. Con la corona de laureles de oro en la cabeza llamó al notario y le susurró una pregunta: “¿todavía crees que no tengo nada?”.

El problema de dejar Europa en herencia

Su matrimonio entró en una fase completamente diferente. Él lidiaba con las complicaciones que entraña ponerle bridas a un continente en ebullición y ella dedicaba sus días a funciones teatrales, leer y pasar las horas muertas en un castillo colmado de extravagancias que iban desde momias hasta pinturas románicas. Recuerdos de los viajes que su marido emprendía. Y así incurrieron los años venideros, en apacible calma hasta que Napoleón decidió poner fin a las nupcias tras sospechar que no tendría un hijo al que dejarle Europa en herencia.

Él contrajo matrimonio con la archiduquesa María Luisa de Austria, con la que tuvo en 1811 a Napoleón II. El destino fue pícaro. Su hijo murió joven y apenas pudo reinar dos semanas. Tras un convulso periodo de abdicaciones y dificultades en el trono francés, donde se entrelazaron la voluntad popular, las ambiciones imperiales y los últimos coletazos de la dinastía borbónica en tierras galas, la corona fue a parar al hijo de José I, hermano de Napoleón I, quien, en un giro de los acontecimientos históricos, se había casado con Hortense de Beauharnais. Así llegó al trono Napoleón III, el primer presidente del país, el último rey galo y el último emperador francés. El nieto de Josefina, la criolla.