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Los días de vino y rosas del ‘calciomercato’

El mercado de fichajes italiano se cocía en los años sesenta en hoteles de lujo y era la gran diversión del verano.

La policía entra en 1978 en el hotel de Milán donde se centralizaba la compraventa de jugadores en Italia.

Justo enfrente de la estación de Milán se alza el Hotel Gallia, de planta imponente y señorial. En los veranos de los sesenta el espacio entre estación y hotel era un hormiguero gigante en el que se mezclaban periodistas de prensa y radio, gráficos y televisivos, hinchas de cualquier equipo que intercambiaban experiencias y banderines, mendigos, carteristas, macarras con sus pupilas, vendedores ambulantes, simples curiosos…

De cuando en cuando atravesaba esa turba algún personaje conocido, aplaudido o denostado, según cuándo, según por quién. ¿Quiénes eran esos personajes? Eran los presidentes de los clubes, a veces un entrenador en paro, o intermediarios conocidos. Acudían allí porque el Hotel Gallia era el punto de encuentro del calciomercato, el corazón palpitante del fútbol italiano cuando los jugadores estaban de vacaciones sin saber dónde jugarían la temporada entrante.

El ambiente dentro era más selecto, aunque igualmente abigarrado. En los salones con hermosos tapices y alfombras se hablaba, se fumaba, se discutía, se bebía. Los patronos del fútbol, elegantemente vestidos con aquellas corbatas italianas que envidiábamos en España, preparaban la temporada entrante. Entre ellos flotaban más o menos discretamente mujeres hermosas, amores extramatrimoniales de los que se acompañaban al salir de su ciudad, o profesionales en busca del lucrativo contacto ocasional.

La miga se cocía en el salón principal, donde había dos paneles gigantes: en uno, la demanda, en otro la oferta. “Milano-Fulano-500 Milioni significaba que el Milán estaba dispuesto a vender a Fulano por 500 millones de liras. Así una fila sobre otra, en todo lo alto del salón. En el otro podía poner: “Foggia-Zutano-300 Milioni”. O sea, el Foggia ofrecía 300 millones de liras por Zutano. Y otras tantas filas, una sobre otra. La cantidad fijaba la escala. Cuando se consumaba una operación, se retiraba para dejar paso a otras. Cuando se producía una gran operación, la noticia era acogida fuera con clamor y discusiones. A veces, provocaba peleas. Los jugadores no tomaban arte ni parte, se les manejaba como a acciones de bolsa y luego se les comunicaba: te vas a tal sitio. Resultaba humillante para ellos. Parecía un mercado de esclavos.

El Hotel Gallia, establecimiento que se reclamaba de buen tono, acabó por encontrar que aquello le producía una publicidad negativa, aparte de daños directos por la degradación de las alfombras y tapices, así que en 1969 decidió no dejar entrar más que a quienes estuvieran alojados. El enjambre se trasladó al Hilton, que les abrió los brazos e incluso instaló una sala de prensa con pupitres y 12 cabinas telefónicas, hasta que se produjo el mismo efecto: la notoriedad no compensaba las molestias y el calciomercato se mudó al Leonardo da Vinci, donde se produciría la situación más crítica en la historia del calcio.

80 detenciones

Porque, en paralelo, los futbolistas se habían ido organizando en favor de su dignidad y en contra de ese sistema que les subastaba como esclavos. En 1968 crearon su sindicato, la AIC, a cuyo frente estaba Sergio Campana, exfutbolista abogado, con celebridades como Rivera y Mazzola en la directiva. Clamaban en el desierto hasta que dieron con la tecla. Presentaron una demanda en Magistratura de Trabajo por vulneración de una ley de 1949 contra la mediación de mano de obra. El calcio estaba infestado de intermediarios, de los que los presidentes se servían para despistar dinero.

El 4 de julio de 1978, al mediodía, aparecieron cuatro coches de caranibinieri con 12 agentes que bloquearon todas las salidas del Leonardo da Vinci mientras seis inspectores de trabajo revisaban las habitaciones de los directivos. Los abrumadores indicios de movimientos ilegales podían formar una montaña de papeles. Ochenta directivos fueron detenidos e interrogados, se paró el mercado, se temió que la temporada no podría empezar y la afición se volvió contra los jugadores. Sergio Campana tuvo que explicar que solo quería apartar a los intermediarios, pero el operativo de Costagliola paralizaba a todos los efectos el calcio.

El asunto lo tuvo que desatascar el gobierno de Giulio Andreotti con un proyecto de emergencia, fórmula que solo se venía usando para terremotos, inundaciones u otras grandes catástrofes. Se admitía que el funcionamiento del mercado era irregular, pero se prorrogaba por un año mientras se aceleraba una normativa que lo regulara.

Hubo fútbol, volvió la paz. Y los futbolistas habían puesto por fin en marcha sus reivindicaciones, que irían luego consiguiendo punto a punto y el modelo de calciomercato-juerga se esfumó.

Hoy se limita a tres días a finales de agosto, en el Sheraton de Milán, con ordenadores, discreción y cierta pulcritud. Pero no hay verano en Italia en que no se evoquen aquellos días de vino y rosas en los que el calciomercato era la gran diversión del verano, con sus extravagantes exageraciones.