El baño de realidad que recibí subiendo un puerto de montaña
Conversar con gente a la que encuentras en la carretera es, para mí, lo más enriquecedor de la bici. A veces, algunas de sus historias te cambian los esquemas
Pues resulta que me hallo, como muchos ya sabéis, en plena preparación para no llegar a la Carrera del Pavo de Vélez-Málaga hecho un adefesio. Y una de las cosas que más me gusta de la bici es ponerme a hablar con todo el que me encuentro por la carretera. Como no vivo de esto y creo que no tengo la cabeza muy mal del todo, prefiero pararme –incluso bajando un poco el ritmo- y llevar compañía que ir pendiente del potenciómetro. Principalmente porque no tengo.
Así hace apenas una semana, comiendo viento de poniente como un campeón, me enganché a un muchacho bastante joven que iba para Málaga y me adelantó. Luego le di un relevo y vi que se quedaba atrás. Lo esperé y, conversando, me dijo que llevaba ya casi cuatro horas, le faltaba otro rato y encima por la tarde tenía sesión de carrera a pie. Le hice unos pocos kilómetros de pantalla y nos despedimos.
Bueno, que me lío. Yo venía a contaros que de esas conversaciones se puede llegar a aprender mucho, y te llevas historias que, en muchos casos, pueden hacer que te cambie un poco el ‘chip’. No nos engañemos tampoco, que nadie va a redescubrir su vida entera por hablar con un tipo peculiar en una bici, pero sí puedes encontrar motivos para valorar un poco más lo que tienes.
Este martes, en mi obstinado intento por no hacer un ridículo demasiado espantoso el 22 de diciembre –mira que si llego arriba y me dicen que me ha tocado la lotería… -, hice buena parte de la subida final de la carrera. Por ver un poco los tiempos, comparar y demás. De esto, el domingo haré una entrada algo más amplia para dejar constancia de cómo va la cosa. El caso es que mientras subo, oigo unas voces venir detrás de mí un poco más abajo. Ciclistas, pienso, y acierto. Voy pasando metros esperando que me pasen y, como voy en zona de curvas, no logro verlos.
Cuando llegan a mi altura estoy entrando en una de las rampas más duras de la subida, el conocido como ‘caracolillo’ –un zigzag- que llega al 11% de pendiente. Cuando me pasan veo que son un matrimonio mayor. Pero con mayor me refiero a doblarme la edad a mí. Jubilados, vaya. Son extranjeros, o lo parecen. A mí me da por mirar el Garmin y veo que, bueno, sin locuras pero no llevo tampoco un tiempo horrendo. Tampoco el ritmo me parece especialmente lento. Ya voy caminando en pendientes no muy pronunciadas pero aún me cuestan mucho las rampas más duras. En todo eso pienso cuando el marido se dirige a mí en castellano. Y antes de que alguien piense mal, en esta transcripción literal lo que hago es intentar que viváis ese momento como lo hice yo, no pretendo en absoluto hacer burla del esfuerzo de estas personas en usar nuestro idioma:
- Hola amigo. Tienemos un ventaja, Pequeño ventaja. El bisi tiene fuerza.
Me fijo, y lo que me está queriendo decir es que va en una bici con motor. Lo primero que hago es suspirar de alivio, o expulsar el aire rápido porque la cuesta se me hace bola. Le sonrío al buen hombre y le digo “sin problema, perfecto para subir”. Y ahora viene lo gordo, porque me larga:
- Pero también mi mujer tiene 71 años. Y tenió muy grande cáncer, pero superado y ahora aquí arriba.
+ Hola, senior –responde medio riéndose ella, que evidentemente me llama 'senior' porque no me conoce.
Y ahí me quedo un instante en blanco. Probablemente pocos segundos, pero que se me hicieron largos. Una sensación de y ahora qué le digo. Y, también, la idea en la cabeza de que muchas veces el propio tren de vida que llevamos nos impide pararnos y, simplemente, disfrutar de estar aquí. Que era lo que estaba haciendo en ese momento esta pareja. Subiendo un puerto que a esas alturas ya llevaba seis kilómetros y pico con una bici que, por más que tenga ‘un pequeño ventaja’, hay que subirse y meterse ahí arriba.
Así que en los pocos segundos que me duró el cúmulo de pensamientos del párrafo anterior, y tratando de que no se me entrecortara la respiración, le dije lo único que podía decirle a aquella señora de 71 años que había ganado al cáncer.
- Pues señora, muchas felicidades. Muy, muy bien usted -traté de asegurarme de que me entendiera.
+ ¡Oh, sí, muchos grasias. Mucho amabilidad!
Y allá que siguieron los dos para arriba con su charla. Yo acabé el zigzag y ya no los volví a ver, ni siquiera a lo lejos. Tal vez se parasen en el pueblo que hay justo detrás, o simplemente me sacaron muchos metros en aquel tramo. No sé. Pero me quedé pensando en que, muchas veces, nosotros mismos nos ponemos los límites mucho más estrechos de lo que en realidad somos capaces de hacer si disfrutamos haciéndolo. Y, a veces, viene muy bien que una señora de 71 años te ponga en tu sitio y te dé un bañito de realidad. Y te recuerde que tú tampoco estás libre de que te ocurra algo así. Que hay mucha gente que no lo supera -quién no ha visto alguno de cerca-, otros que tras superarlo se pasan el tiempo lamentando haberlo sufrido y luego están los que, como ella, pasan página y simplemente viven a la manera que más les gusta. Disculpadme la sesión de ‘Motivación de andar por casa’, pero me parecía oportuno dejar aquí esta pequeña historia que ya no me quité de la cabeza en todo el día.