CARROS DE FUEGO
Maratón de Madrid: historias de una carrera entrañable
El abuelo que al llegar sólo quería comer, los 15 días de permiso de los paracaidistas, las Juntas Directivas en la calle Salitre, el ‘Aleluya’ de Haendel…
Mi trayectoria profesional en As coincide prácticamente con la vida de la Maratón de Madrid, así que hemos hecho un largo viaje juntos. Con Paco Perela como presidente fui vocal de medios de comunicación, cargo, no remunerado, que me ofreció y que acepté porque era un amigo y porque todo aquello era muy ilusionante y difícil, mucho más difícil que ahora.
Los miembros de la Directiva nos reuníamos en el barrio de Lavapiés, concretamente en la calle Salitre, que debe su nombre a que allí estuvo la Real Fábrica de Salitres (el producto llegaba de Sudamérica), entre 1778 y 1785. Nos veíamos los lunes, que a mí me venía muy bien porque en aquellos tiempos no había periódico el martes, de forma que era mi día libre.
Cenábamos allí mismo. Unos bocadillos y unas cervezas, pagadas a escote, no a cuenta de Mapoma (Maratón Popular Madrid), que nos traían de un restaurante aledaño que era una peña del Atlético de Madrid.
Acabé dimitiendo al cabo de unos meses, porque prácticamente nadie entendía que los medios de comunicación eran muy importantes en todo aquello. Por allí andaba José María Fernández Matinot (él si entendía el papel de la prensa), otro amigo, que nos envolvía en humo cuando iba a cenar a nuestra casa y que nos tenía despiertos hasta las tantas de la madrugada gracias a su maravillosa conversación. Y acababa refumándose sus propias colillas, amontonadas en un cenicero. Luego fue el organizador de los grandes mítines de Unipublic, por los que pasaron Carl Lewis, Edwin Moses, Iván Pedroso, Sebastian Coe, Javier Sotomayor, Said Aouita… y toda la élite española
Y por supuesto, en las reuniones de la Directiva de Salitre estaba Mauricio Blanco, el apoyo de Paco Perela, el hombre que iba a ser el segundo presidente de Mapoma. También compartimos cenas con él, pero sobre todo en el China King, uno de los mejores restaurantes asiáticos de Madrid.
Más sobre Paco Perela. Era un industrial jamonero de éxito, enamorado como pocos del atletismo, que creó un club llamado Perelada y que apadrinó a Alberto Juzdado, bronce en aquella maravillosa carrera de los Europeos de Helsinki 1994, con ‘hack trick’ español: Martín Fiz, Diego García y Alberto. Juzdado, antes, trabajaba como ilustrador de figuras del niño Jesús.
En la carrera hemos sufrido calores horribles, fríos espantosos, lluvia, viento… Muchos años y muchas vicisitudes. En la línea de salida, lo más llamativo que recuerdo es ver a Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid ¡pistola en mano! poniendo en marcha a los corredores. Todos los periódicos publicaron la foto del Viejo Profesor, en esa pose tan pintoresca y tan impropia de él.
En aquellos tiempos la presentación era modesta, se hacía en un restaurante cercano a Callao, cuyo nombre era Tres Encinas, y cuando Tierno hablaba corrían los bolígrafos tomando notas. Sabiduría pura.
Más cosas. Un gran aficionado, pero que no corría la maratón, sacaba altavoces tremendos a su balcón, muy cerca de El Retiro, y animaba a los corredores con el ‘Aleluya’ de Haendel, que recomiendo disfrutar. Dejó de hacerlo cuando se cambió de domicilio y la carrera no pasaba por allí.
De todo ha habido. Una representante del Ayuntamiento, que afortunadamente ya no está en la política, tenía que entregar algún trofeo y se quejaba de que hacía frío y de que olía a sudor. No quiero reproducir el comentario que hizo algún miembro de la organización.
En una ocasión se midió mal la distancia y los atletas ya sabían en los dos primeros kilómetros que los registros no iban a valer. Decepción absoluta. Recuerdo también a un abuelillo que terminó la carrera como un campeón y que al llegar dijo: “¿Dónde dan de comer?”. O la anciana de más de ochenta años que llegó la última, escoltada por la policía municipal en moto, y a la que esperaban en la meta sus hijos y sus nietos, orgullosos.
O el venezolano que ganó la carrera de sillas de ruedas y que nos confesó que había venido desde su país porque le habían dicho que la carrera era muy bonita y que en Madrid se comía muy bien.
O aquel año en que venció Ramiro Matamoros, repartidor de la empresa Matutano, muy buen atleta, que hubiera sido aún mejor si hubiera podido dedicarse al atletismo más profesionalmente. Le llamábamos ‘El Rey de las Patatas Fritas’.
O el esfuerzo de decenas de miembros de la Brigada Paracaidista (BRIPAC), un cuerpo de élite del ejército español, entonces con sede en Alcalá de Henares. Algunos se lanzaban minutos antes de la salida desde mil metros de altura, aterrizaban con precisión milimétrica, se despojaban del uniforme y se echaban a correr. Quince días de permiso para los que terminasen, y terminaban casi todos. “Por quince días de permiso compito ahora mismo en otra maratón”, dijo uno de los que llegó a la meta.
Y el homenaje, muy triste, a un corredor habitual que se había quedado en silla de ruedas porque una mujer se suicidó lanzándose desde un balcón y cayó sobre él mientras paseaba por la calle, quebrándole la columna vertebral.
Sonrisas y lágrimas, pero, por encima de todo, la ilusión de correr, de llegar a la meta, de disfrutar en los metros finales, aunque vayas muerto. Es la magia de las maratones populares.