Susurros del campo

CON EL AVAL DE LA REVISTA TROFEO CAZA

Este blog es un viaje a esas jornadas de caza y conservación, esperamos que seáis nuestros compañeros de cuadrilla.

Autor: Rocío de Andrés

SUSURROS DEL CAMPO

Momentos de un instante

Aquel día no tuve la suerte de encontrarme con ningún corzo, pero pasé una mañana fantástica como todas en las que tengo el privilegio de pisar el suelo mojado del monte.

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loba

Casi a mediados del mes de abril, aún no he podido salir tras mis adorados corzos. Pero hace unos días, a falta de tan solo 48 horas para que comenzase el mes y sólo con la compañía de mis prismáticos y mi mochila, decidí "echarme al campo".

Recién estrenada la estación primaveral, aunque está se resista, vemos el campo de un verde espectacular, fruto de todas las lluvias que nos ha dejado este invierno tardío y que siguen en está incipiente nueva estación. Pero ya lo dice nuestro refranero: en abril, aguas mil. Y no falla. Ello contribuye a poder disfrutar de los escenarios de la naturaleza en plena eclosión. Lo que se traduce en que se multipliquen las ganas de que llegue el momento de poder disfrutar de la caza del tan ansiado 'duende'.

Afortunadamente, no me queda nada para saborear sus recechos, esperas, los nervios del lance y, en definitiva, la que es para mí una de las especies cinegéticas más atractivas: el corzo.

Aquel día no tuve la suerte de encontrarme con ningún corzo, pero pasé una mañana fantástica como todas en las que tengo el privilegio de pisar el suelo mojado del monte.

Paseando tranquilamente, siempre ojo avizor, no puede evitar recordar con una sonrisa en mi cara una de las esperas más especiales que he vivido hasta la fecha. Me sitúo en el coto de Turienzo-Castañero, León, en pleno Bierzo, hará la friolera de, por lo menos, 12 años (¡Qué barbaridad!). Hace un calor casi insoportable, ya que estamos a finales de julio, cuando el corzo puede encontrarse en celo.

El coto lo conocía muy bien, pues llevaba un par de años recechando en él y terminas por empatizar con cada piedra, cada árbol, hasta con los vecinos del lugar. Prebendas de esta forma de vida. Se trata de un coto de gran belleza, con la vegetación propia de la comarca: castaños, robles, pinos, escobas, brezos, viñas, praderías, etc. Sin duda, un biotopo de alto valor ecológico, de ahí que la densidad de esta especie y sus características hagan de su caza algo muy particular y a la vez especial.

El sábado, al amanecer, disfrutamos de un rececho sin ningún éxito, por lo que por la tarde decidimos ponernos de espera, en un punto donde por la mañana habíamos visto un buen macho, el cual no nos había dado oportunidad de lance.

De esta forma, después de un buen almuerzo y el merecido descanso correspondiente, volvimos hacia el coto.

Alrededor de las siete y media aproximadamente, algo temprano por las altas temperaturas, estábamos ya en el puesto. Pero a mí me gusta tomar bien el pulso al monte cuando se trata de esperar al "Capreolus capreolus".

Nos colocamos en unas piedras dominando un barranco, con unas vistas increíbles sobre parte de nuestra ladera y toda la de enfrente. Prismático en mano, 10x50, conjunto rifle-visor bien preparado, calibre .270 … ¡empezaba el espectáculo!

Lo primero que recuerdo fue un par de conejillos que corrían loma abajo, un zorro curioso e, inmediatamente después, una corza. Preciosa. Pensamos que el macho no tardaría en dar la cara. Iban pasando los minutos, una hora, y ni rastro del que habíamos avistado por la mañana. Cosas de duendes o nos cogería el aire, aunque venía a nuestro favor.

No podía imaginar que esta espera iba a ser tan especial para mí, no por haber hecho mi mejor lance a un corzo, ni tan siquiera por abatirlo. Decidí dar por concluida la espera por la ausencia de luz suficiente para localizar y disparar ese macho que no había dado señales de vida en pos de la hembra.

Al subir hacia el coche viví uno de los momentos más mágicos que me han pasado practicando la caza. Llegando arriba del repecho, con la respiración algo entrecortada, me paro y… ¡Madre mía del amor hermoso! A menos de veinte metros me está mirando un lobo (más tarde me dijeron que se trataba de una loba), con unos ojos que nunca había visto y un pelo que aún recuerdo como si tuviese delante la imagen.

Me quedé inmóvil, cariacontecida, pues de sobra es conocido que los lobos no atacan en condiciones normales, y aunque no pude contabilizar el tiempo, me pareció que se quedó quieto frente a mí aproximadamente dos minutos. Hasta que se dio media vuelta y se fue tranquilamente.

¡Un lobo! Era la primera vez que veía uno, y por suerte, después de muchos años, no la última, pero me dejó completamente impresionada la belleza de tan enigmático animal.

Camino de vuelta, una vez montados en el coche y ya echada la noche, iba contando lo que había visto y, justo allí, no demasiado lejos del primer contacto visual, delante de los faros del coche estaba la loba. Impresionante. Fueron mis acompañantes, aunque en ese momento aún no sabía muy bien en base a qué, los que afirmaron que lo que teníamos enfrente era una loba. ¡Era harto evidente!

En el campo, nuestro bendito campo, nunca sabes lo que te puede deparar una montería, una espera, un rececho, una mañana de menor con tu perro… Lo que sí está claro es que, con independencia de si ha habido lance o no, abate o no, los regalos que nos ofrece el maravilloso campo, siempre aprendiendo, te hacen salir del monte con una sonrisa en la cara, la cual, cuando la recuerdas, inevitablemente, vuelve a aparecer.

Siempre se aprende algo nuevo. En este caso, a mí me ha dejado una sonrisa que, cada vez que recuerdo esa calurosa tarde de julio, vuelve a mi cara.