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CARROS DE FUEGO

Sebastian Coe, el portero del Palacio de Oriente y la Taberna del Alabardero

El hombre al que va a premiar el Diario AS el próximo lunes estuvo en Madrid hace años y pidió ver el Museo del Prado y visitó el Palacio de Oriente.

Sebastian Coe.

En los principios de los años ochenta la Asociación Española de Periodistas Deportivos, a la que yo pertenecía, premió a Sebastian Coe como mejor deportista internacional. Fui a recibirle al aeropuerto de Barajas y le hice de cicerone, modestamente. Hombre educado, amable. Le ofrecimos llevarle a donde él quisiera, aparte de la fiesta de entrega de trofeos, que era en una cena en el Joy Eslava, que no sé si continúa existiendo. 

Pidió ir al Museo del Prado, pero era lunes, y ese día estaba cerrado, como la mayoría de los museos del mundo, por razones que se me escapan. Y pidió, también, modestamente, tomar un café en un bar típico de Madrid. No quise llevarle a una tasca cualquiera, sino que le llevé a la Taberna del Alabardero, cerca de la Plaza de Oriente. Un lugar excelente, que recomiendo, y que entonces era propiedad de un cura.

Luego, a falta del Museo del Prado, nos fuimos al Palacio Real, o de Oriente, y por allí estuvimos casi dos horas, con un cicerone que nos contaba historias curiosas. Quedó encantado. Al salir le reconoció un portero de ese Palacio: "¿Es usted Sebastian Coe?". "Sí", dijo él. "Le reto a ver quien corre más rápido en el Patio de Armas", dijo. Seb Coe no aceptó el reto, no porque podría perder, que seguro que no, sino porque aquello era simplemente una broma. 

Sebastian Coe se fue de Madrid dejando un trazo de elegancia y calidad humana. La que, según me cuentan, sigue teniendo ahora.

Le he visto correr en directo en varias ocasiones. Un atleta maravilloso. Estuve como atleta en los Juegos Olímpicos de Moscú, en los que él ganó los 1.500 metros en una carrera que nunca se me olvidará. Yo estaba lesionado. Presencié la prueba desde la grada. El autobús soviético que nos conducía de la Villa Olímpica al Estadio entonces llamado Lenin se retrasó. Llegamos al límite de ver aquel 1.500. Mis compañeros de la Selección corrieron como poseídos por un dios olímpicos para ver la carrera. Yo que estaba cojo, hice lo que pude. Cuando llegué al estadio se habían corrido unos 50 metros de la final de 1.500, de forma que si afirmo que vi la carrera completa, me lo vais a permitir, ¿verdad? Y ganó, con los brazos abiertos. En una imagen icónica del deporte del siglo XX.