50 horas en Nápoles
“San Paolo será un infierno”. La sentencia, pronunciada por Sarri, técnico del Nápoles el pasado 15 de febrero pasadas las 23:30 horas
“San Paolo será un infierno”. La sentencia, pronunciada por Sarri, técnico del Nápoles el pasado 15 de febrero pasadas las 23:30 horas, sonaron como un duro presagio de lo que le esperaba al Madrid en el encuentro de vuelta en el vetusto estadio napolitano. Pues le esperaba algo parecido a lo que le sucedió a los jugadores madridistas que acudieron en septiembre de 1987 para dilucidar la primera ronda de la Copa de Europa de aquella edición. En aquel entonces no fue el entrenador partenopeo quien arengó a sus masas azzurri. Fue el propio Maradona, santo y seña de los napolitanos, quien lanzó su arenga, más o menos parecida a la de Sarri. “San Paolo arderá”, dijo el Pibe de Oro, mitad amenaza, mitad aviso. Como en esta ocasión, los del Sur de Italia necesitaban remontar dos goles de desventaja y apelaban a la fuerza de sus tiffosi para poder achicar a los blancos en el terreno de juego. Un gol de Francini a los 9 minutos de partido encendió aún más la caldera, pero un pase de Hugo Sánchez fue sutilmente cruzado por Butragueño al fondo de las redes italianas. El incendio se apagó.
Pero las horas desde la llegada a Nápoles hasta el final del encuentro sí se pueden considerar un infierno.
En aquella ocasión, los madridistas llegaron con dos días de ventaja a Nápoles. El domingo, un día antes, los napolitanos habían jugado su encuentro ante el Pisa. Un encuentro plagado de polémicas y de incidentes: Renica fue alcanzado por un objeto lanzado desde la grada, provocando las quejas de jugadores y aficionados napolitanos que veían una conspiración entre UEFA y la FIGC (Federación italiana) para alejarles de los puestos de cabeza de la tabla italiana y eliminarles de la Copa de Europa. Así, el momento en el que el avión que trasladaba a la afición madridista tomaba tierra en el aeropuerto de Capodichino. Allí mismo, en las pistas, bajo un sofocante calor, una nube de periodistas, policías y empleados del mismo aeropuerto, desafiando las más elementales normas de seguridad. Fueron éstos últimos los que empezaron a provocar a los miembros de la expedición blanca: gritos, insultos, trato vejatorio… Lo peor llegó a la hora de subir al autobús. Pese a estar fuertemente custodiados por la Policía, algunos jugadores fueron zarandeados cuando se subían al autobús. Además, un par de centenares de tiffosi les persiguieron unos cuantos centenares de metros arrojando escupitajos, bolsas de basura, naranjas, chorros de agua (o de otra cosa). Incluso alguna que otra botella surcó los cielos rumbo al autocar. Ya en el hotel, situado a unos 30 kilómetros de la ciudad, los seguidores napolitanos estuvieron toda la noche haciendo sonar las bocinas de sus coches y montando una jarana importante con el fin de conseguir que los blancos no descansasen en ningún momento. Llegaron hasta tirar tracas y petardos en su afán porque su equipo lograse la remontada. El más flemático con la situación fue el presidente Ramón Mendoza: “Sólo faltó que nos recibieran con la VI Flota”, explicaba la mañana del encuentro. “Ahora ya en serio, esto es un atentado deportivo. Si me apuran mucho más grave que tirar una botella”. Años más tarde, el propio Mendoza comentaría que este encuentro fue horrible. “El camino a San Paolo fue tremebundo. Nos tiraban de todo. Nos estaban esperando en la carretera y la llegada al estadio fue de las peores que he vivido en tantos años. Nunca vi tanta hostilidad desaforada, tanta garrulez y tantas amenazas por metro cúbico de babas en una boca”. Así fue. Un rosario de insultos y de gestos obscenos acompañaban el recorrido del autobús. Lanzamiento de naranjas, bolsas de basuras, papeles… de vez en cuando y pese a la escolta de los carabinieri (algún jugador los acabó llamando “Carabi… que te vi”), alguna moto se acercaba para pegar una patada en el bajo del autocar. Todo servía para amedrentar al rival.
Era tal la tensión, palpable y miedo latente, que en un primer momento, el club devolvió todas las entradas que había solicitado para ese encuentro, más de 300 a 9.000 pesetas de la época (más de 60 euros en la actualidad): el club napolitano no había guardado un lugar específico para los seguidores blancos, que si querían ver el encuentro, tenían que verlo rodeados de tiffosi, divididos unos de otros y en una zona donde sólo podían estar de pie. Al final, y tras arduas negociaciones, unos cuantos valientes decidieron adentrarse en San Paolo para ver el encuentro. Estuvieron rodeados por un fuerte dispositivo policial que impidió cualquier problema cuando Butragueño establecía el empate con el que acabaría el encuentro.
Curiosamente, apenas diez minutos tras acabar el partido, los alrededores de San Paolo estaban desiertos. El gol del Buitre sofocó un incendio que había durado algo más de 50 horas.