Gracias, Denis
Debo confesar que ya me estaba aburriendo.
Cuando era adolescente, en los ochenta, esperaba con impaciencia cada Grand Slam y aunque por aquellos años la oferta televisiva del tenis era escasa, me las arreglaba para seguir lo más de cerca posible los torneos: compraba el diario con mi pasta para enterarme de los resultados y esperaba que pasaran por la tele las finales. Uno podía ver sólo unas pocas veces al año a McEnroe, Lendl, Edberg o Steffi Graf (y rogando para que no se “cayera el satélite”) y entonces cada “major” era una fiesta.
Más tarde llegó el cable y entonces, algo que era impensado pocos años antes, se hizo realidad: ver los cuatro grandes desde la primera ronda. Ahí todo cambió y así pudimos, por ejemplo, seguir la gloriosa campaña de “Guga” Kuerten en Roland Garros ’97 casi desde el comienzo. Lo vimos ganarle a Muster en tercera ronda, a Medvedev (en octavos), a Kafelnikov (en cuartos), a DeWulf (en semis) y levantar la copa tras vencer a Bruguera en la final. De alguna forma, éramos parte de la fiesta, partícipes de la hazaña, porque “le vi casi todos los partidos”. Para un amante del tenis, vivir los “majors” íntegros era equivalente a la llegada del hombre a la luna: una locura impensable hasta que ocurrió.
Pasada la novedad, ver un millón de partidos al año se transformó en rutina. Yo trabajaba en eso, además, escribiendo de tenis, por lo que la fascinación la perdí más rápido. Pero lo que definitivamente terminó por matar el encanto fue la aparición de los “Fab Four”.
Que quede claro: todos los deportes necesitan a las grandes figuras. La Fórmula Uno no fue nunca más lo mismo luego de la muerte de Ayrton Senna, la NBA perdió mucha popularidad tras el retiro de Michael Jordan y los 100 metros planos de los Juegos Olímpicos ya no serán tan atractivos cuando no esté más Usain Bolt. El mismo tenis creció exponencialmente en audiencias y, como consecuencia directa de eso, se transformó en un negocio gigantesco entre mediados de los ’70 y mediados de los ’80 gracias a la aparición de figuras como Björn Borg, Jimmy Connors o John McEnroe.
Y por cierto que Federer, Nadal, Djokovic y Murray le han hecho mucho más bien que mal al tenis, quién podría decir lo contrario. Pero, al mismo tiempo, el llevar su deporte a alturas insospechadas y haber marcado una diferencia tan marcada con el resto de sus rivales ha tenido un efecto negativo: el tenis, y los grandes torneos, se volvieron monótonos. Entre ellos han ganado 47 de los últimos 52 Grand Slams y hay algo aun peor: en las primeras rondas no pasa nada.
Murray no pierde antes de tercera ronda en un “major” desde hace nueve años; Federer estuvo diez años sin experimentar una salida temprana hasta que el 2013 cayó ante Stakhovsky en el segundo turno de Wimbledon; Nadal ha tenido algunos traspiés más que ellos, pero casi siempre debido a lesiones; y Djokovic estuvo ocho años y medio sin sufrir una eliminación en primera o segunda ronda de un Grand Slam. Aunque sea feo decirlo, en los últimos años uno podía empezar a ver estos torneos en cuartos de final y sentir que no se había perdido casi nada, salvo uno que otro partido épico como el Isner-Mahut de Wimbledon 2010.
Por eso haber visto a Denis Istomin (117º del mundo) ganarle esta madrugada a Nole en la segunda ronda de Australia tiene un impacto mucho mayor que el que de por sí debería provocar el que un jugador fuera del “top 100” le gane al número dos del mundo y defensor del título. Después de ver a Istomin ganarle a Djokovic, volví a creer que encender la TV antes del miércoles de la segunda semana vale la pena…