Machismo y deporte: es demasiado tarde... hace tiempo
Derrick Rose anda enfrascado en un juicio en el que se resuelve el supuesto abuso sexual que cometió hace unos tres años, en Los Angeles y junto a dos de sus mejores amigos. Según la acusación, Rose (que acaba de cumplir 28 años) y sus compañeros de juerga drogaron a una mujer a la que horas después violaron en su apartamento cuando ella estaba prácticamente inconsciente. Si es declarado culpable, porque la presunción de inocencia es sagrada, produciría nauseas el comportamiento de un jugador que cuando (supuestamente) sucedieron los hechos tenía 25 años, un MVP de la NBA y casi 40 millones amasados solo en contratos con Chicago Bulls. También sorprende que más allá de la prensa sensacionalista, el asunto apenas haya tenido relevancia hasta ahora y que solo se haya hablado de Rose por su llegada a los Knicks o sus declaraciones sobre si en Nueva York estaban formando o no un súper equipo al estilo Golden State Warriors. La respuesta a esto último, aunque no venga ahora al caso, es un obvio y rotundo no.
En Broke, el excelente documental de ESPN sobre la ruina en la que se ven sumidas estrellas del deporte a los pocos años de retirarse, el ex quarterback Bernie Kosar (si no me falla la memoria) asegura que el capricho carísimo del que más se arrepentía era su ex mujer. Más allá del sarcasmo amargo, es casi una definición de ese tipo de relación que se establece entre muchas de esas figuras del deporte y las mujeres, finalmente nociva y propiciada en muchos casos por ambas partes. Porque esto no trata tanto de géneros o individuos como de roles que se perpetúan con una resistencia pasmosa, como un virus que siempre encuentra una forma de replicarse y sobrevivir. El deporte sirve como plataforma de cambio y buenos ejemplos, también como ancla de los peores vericuetos de una sociedad con la que obviamente comparte código genético y, por lo tanto, problemas.
Y así seguimos encallados en un lenguaje (de la insensibilidad y el tópico a la discriminación y el insulto) que fundamenta ese armazón por ahora inamovible en el que, además, la mujer periodista sigue teniendo que adaptarse en la prensa deportiva a unos roles generalmente limitados y habitualmente muy encasillados. Resulta pasmoso que el consumidor mida el conocimiento de un informador o la confianza en él en función de su sexo, pero siempre ha sido y todavía sigue siendo así. En ese estado de las cosas, a veces hasta desde la buena intención se confunden las formas. Las mujeres deportistas, celebradas cuando disparan el balance general como ha sucedido en España en los últimos años, no deberían ser tratadas con condescendencia paternalista. No habría que evitarles la crítica ni azucararles demasiado el halago ni ponerles siempre esos apodos que parecen haberse convertido en obligatorios. Mientra en Río se batían récords de participación (y prominencia, diría) del deporte femenino, Fox (sospechosa habitual) montaba un escándalo innecesario con algunas opiniones, extremadamente machistas, vertidas por sus tertulianos en un debate sobre si las deportistas deberían maquillarse o no para competir.
En las Finales de la NBA, la nube de periodistas que integra la comitiva de la liga es perfectamente masculina salvo un puñado de excepciones que, además, suele reducirse a reporteras de televisión cortadas por un mismo patrón físico. La NBA es la competición de Estados Unidos con mejores índices de integración de mujeres (y minorías raciales) en sus estructuras de trabajo. Pero el número de ellas en las oficinas no llega a un 40% que se despeña cuando se rebusca entre los altos cargos: 21,5%. Elena Delle Donne, una de las mejores jugadoras de baloncesto del mundo, se ha mostrado harta, literalmente harta, de convivir con comentarios sexistas. De los aficionados que la mandan “a planchar”, claro, pero también de los que la piropean por su aspecto y no por su juego. O de los periodistas que vinculan, muchas veces sin ni siquiera darse cuenta, su éxito o sus contratos publicitarios a su belleza física. Sólo a su belleza física. En las cloacas de todo eso, donde desemboca lo más desechable y pernicioso, están el insulto y, finalmente, la agresión. Todo el mundo debería ver en Youtube el vídeo en el que hombres elegidos al azar leen cara a cara (a veces con verdadero esfuerzo y genuina vergüenza) a dos mujeres que trabajan en prensa deportiva, Sarah Spain y Julie DiCaro, algunos de los tuits que estas reciben. Van de la más absoluta falta de respeto a ese tipo de amenazas cargadas de brutalidad sexual que parecen provocar un patológico efecto excitante en las ensoñaciones del abusador. Siempre un cobarde, evidentemente feliz en el anonimato de las redes sociales. En la cúspide de cristal construida sobre toda esa basura están el poder, la cultura y la tradición como garantía del status quo para quienes son felices con él. La actividad de los malos, la pasividad de los insensibles, de los que no saben a los que no quieren saber. De los que hacen bromas a los que creen que no es para tanto o que ellas esto y ellas aquello. Ellas: deportistas, periodistas, aficionadas. Mujeres.
Ellas, parece, tienen que tener éxito y además ser atractivas o, ¿peor?, tener éxito cuando son atractivas. Y ser atractivas supone, además, encajar en el molde de las modas de turno, casi siempre inclinadas a la imagen de una mujer frágil, finalmente dependiente de la figura masculina a la que tiene que, casi como una cuestión de supervivencias atávica, gustar. En torno a esto, y a su efecto en la mujer deportista, recomiendo lo que escribió en la revista Time Kareem Abdul-Jabbar, desde su prisma siempre beligerante en el tema racial, sobre el cuerpo de Serena Williams. Aquí un enlace al texto casi completo y aquí un extracto:
Esta misma semana Darren Collison, base de Sacramento Kings, ha sido sancionado ocho partidos de Regular Season por un caso de violencia doméstica. Y Jeff Van Gundy, gurú de los banquillos y ahora infaltable comentarista televisivo, ha dejado claro que la sanción para cualquier delito cometido contra una mujer se alargue, de entrada, a toda la temporada completa. Porque en Estados Unidos una mujer es asaltada por un hombre cada nueve segundos. Porque siempre que no se avanza, se retrocede. Porque, sencillamente, ya es suficiente.
Porque mientras no se ejerza una concienciación constructiva, constante y activa, el deporte tenderá a ser depositario de esos viejos valores que acaban pareciendo los únicos válidos, casi un reducto feliz para una estirpe de hombres y el mundo que ellos han creado (y que incluye a las mujeres que se acomodan a él). Un sistema viciado que permite, vías de escape cuando la presión es peligrosamente alta, altavoces de protesta cuando un árbitro es agredido por su condición sexual o una pequeña catarata de halagos medidos cuando un deportista decide salir del armario. La homofobia, lo escribí cuando Jason Collins reveló que era gay, está fuertemente enraizada en el machismo y germina en el mismo caldo de cultivo que todos esos otros ismos: racismo, sexismo, clasismo… El deporte desde ese punto de vista es una cuestión de género que se imbuye en contacto con la alta competición de valores tradicionalmente masculinos, de la fuerza física al instinto de prevalecer por encima del resto. La feminización perpetua del gay lleva a considerarlo menos apto. Con la lesbiana y su masculinización se aplica el prejuicio contrario. Mientras, los medios de comunicación y la descomunal industria que finalmente define al deporte de elite hacen poco por cambiar estos estereotipos. Detrás de la diferencia mal entendida está el prejuicio y al doblar la esquina de este, el odio. Sexismo o racismo, engranajes de una estructura social y cultural que sigue finalmente definida por barreras y estratos socioeconómicos.
Pero los mandamases, habitantes de despacho y dueños, también los periodistas, siguen siendo mayoritariamente hombres, blancos y heterosexuales. El blanco acaba representando el poder político, la moral oficialista, la racionalidad o el progreso mientras que el negro, o en otro lugares el gitano, representa lo sensual, lo artístico y, en un perverso giro de este pensamiento, cierto nivel de patología cultural. ¿Y el gay? En algunos terrenos, con el deporte a la cabeza, es el último de la fila, un tabú del que nadie se libra o un cliché del que nadie se preocupa. Los insultos en los estadios, en los que finalmente también se ridiculiza lo femenino, valen como ejemplo obvio. Hay muchas situaciones (los insoportables ismos) en las que palabras como negro, gay y mujer resultan perfectamente intercambiables.