Definitivamente, casi nunca toca la lotería
Así que la ruina provocada por el puñetero sorteíto es directamente proporcional a la vida social y compromisos de cada uno. Como os he contado alguna vez, durante una época fui autónomo y regentaba una pequeña agencia en la que nos dedicábamos a producir suplementos, diseños y números especiales por encargo. Os aseguro que por aquél entonces teníamos que meter la Lotería de Navidad en el presupuesto, porque era ineludible comprar un décimo del número de todos los clientes, y aquello no había bolsillo que lo aguantara. Ahora solo compro un décimo del periódico. Hace un par de años conseguí convencer al resto de la sección de que dejáramos de jugar otro número. En el resto de los compromisos me pongo una venda en los ojos, y unos tapones en la orejas.
Que delante de un micrófono todo el mundo se alegra de que toque a los de alrededor, pero por dentro arde un incendio de mala leche y envidia cochina. Y por mucho que nos hayan vendido que el anuncio de la lotería de este año rezumaba espíritu navideño por todos los poros, pocas veces he visto un mensaje más perverso, apelando a todos los instintos más bajos y ruines. Detrás de esa bonita historia del mesonero que guarda su número al cliente habitual, la moraleja real es: “machote, ya puedes ir corriendo a comprar la lotería al bareto, para que no se te quede cara de tonto cuando le toque a los demás”. Así que tras el camuflaje de un cuento navideño se maquilla la amargura de un hombre desesperado porque le ha tocado a los que le rodeaban y no a él. Envidia y egoísmo de Navidad en estado puro. Anuncio magnífico que esconde su auténtico enunciado mezquino debajo de una capa de sirope.
Por eso, estoy convencido, como el 99% del personal, que jugar a la lotería es un grave error. Porque incluso el que cree que le ha tocado puede llevarse un gran chasco, y sino que se lo pregunten a los Bills.
Y este es justo el momento en el que os pido a todos disculpas de rodillas. En el que suplico vuestro perdón y confieso mi profunda ignorancia. Mi ingenuidad.
Llevo más de seis años dando la brasa a todo el que me ha querido escuchar, clamando que Orton era un diamante en bruto. Un gran quarterback. Y que el que se atreviera a ponerse en sus manos sin condiciones, el que le diera un cheque en blanco, se iba a llevar el premio gordo. Y más en esta NFL en la que los quarterbacks como Dios manda brillan por su ausencia.
Así que no podéis imaginar mi alegría cuando los Bills le dieron los mandos del aparato. Y sobre todo, cuando Otron respondió durante un primer mes espectacular, que terminó con un récord 3-1 después de dos finales de infarto en el que el quarterback se salió.
Durante el mes de octubre la prensa estadounidense estuvo como yo, obnubilada, preguntándose cómo era posible que Orton hubiera estado durante tanto tiempo en la nevera. Ya salía su nombre como ‘come back player of the year’. Se multiplicaban los artículos que contaban su vida de Cenicienta. En Buffalo, una de las zonas más sindicadas de EEUU, le adoptaban como paladín por su compromiso político. De repente, Orton era uno de los jugadores de moda en la NFL.
Porque el grave problema de Orton siempre ha sido la inseguridad. A campo abierto, y sin sentir mucha presión en el cogote, Orton torea de salón como un artista. Drives largos, sostenidos, con pases bien dirigidos y con intención… No me estoy inventando nada. Solo tenéis que volver a ver los partidos que jugó durante el mes de octubre.
Lo malo es que, de repente, en cuanto le aprietan o el campo se estrecha, se agobia y lo único que quiere es soltar el balón cuanto antes y a donde sea. Yo hasta ahora siempre había pensado que esa esquizofrenia se debía a que durante toda su carrera había sido considerado un plato de segunda mesa que se jugaba el futuro en cada partido. De hecho, en las actuaciones ocasionales, cuando no le podía la responsabilidad, solía funcionar siempre muy bien. Eso ya lo habíamos visto en los últimos partidos de los Chiefs en 2011, cuando a punto estuvo en ser decisivo para una clasificación para playoffs que parecía imposible y que tocaron con la punta de los dedos. O en el último partido de los Cowboys el año pasado, cuando también se ahogó en la orilla después de una actuación espléndida.
Este análisis también lo han hecho varios analistas que dijeron algo similar durante este mes de octubre, cuando estábamos viendo su mejor cara. La conclusión era que se sentía a gusto por primera vez en toda su carrera, y que por eso estábamos viendo todo su potencial.
Pero como os digo, después del descanso llegó la debacle. No me equivoco si digo que él, y quizá solo él, tiene toda la culpa de que estos Bills no estén en playoffs.
Entonces volvimos a ver al Orton de la última época ante los Broncos, cuando exasperó a los aficionados de Denver, que pedían a Tebow porque cualquier cosa era mejor que el tipo desorientado que miraba sin comprender desde el centro de su ataque.
Durante años pensé que el miedo escénico de Orton a la presión, que su falta de soluciones al llegar a la zona roja, se debía a que nadie confiaba en él. Ahora, con todo el dolor de mi corazón, yo también me bajo del carro y le retiro mi voto a Kyle Orton. Sigo creyendo que esconde mucho talento y potencial, pero también una terrible falta de carácter que le impide ser competitivo.
Siento mucho decirlo, pero no pasa de ser un buen segundo quarterback que puede solucionar un roto en momentos puntuales.
Porque, definitivamente, casi nunca toca la lotería. Y en la NFL ni siquiera es un consuelo pensar que otros están incluso peor y tienen a Manziel.
Y al final, lo que más siento es que no veré en enero a unos Bills que, este año sí, son un auténtico equipazo… sin quarterback.
mtovarnfl@yahoo.es / twitter: @mtovarnfl