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Finalmente, la niña Lacey murió

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A Sofoklis Schortsanitis le pueden caer ocho partidos de sanción por lanzarse a la grada a la caza de un aficionado. Perdió la cabeza, sí, pero ese aficionado le había dicho “voy a violar a tu hija y a tu hijo”. El jugador, más de 140 kilos de humanidad (¿le diría eso el mismo tipo en plena calle y cara a cara? Pues eso), se disculpó después del partido. Me quedo con esta frase que pasó algo desapercibida: “He escuchado cosas muy negativas pero nunca como las que ese seguidor dijo sobre mi madre y mi mujer. Cuando mencionó a mis hijos perdí el control”. Es la cultura de la barra libre en las gradas. Y es detestable.

En todos los estadios y pabellones hay personajes despreciables que entienden el deporte a través del odio o que sencillamente canalizan sus frustraciones a través de él. De hecho hay padres de niños de ocho, nueve o diez años que se desgañitan en los partidos de estos en una vuelta de tuerca hacia la más absoluta falta de sentido común y de responsabilidad. La vida es dura, tiene que serlo para generar tanta frustración y tanto rencor. Lo barruntamos desde que pasamos la adolescencia, lo aprendemos (algunos a golpes) después. El fenómeno va de la institucionalización de la violencia (verbal, gestual, física) entre grupos radicales a la creencia de que adquirir una entrada y camuflarse entre la masa es un salvoconducto que permite comportamientos cobardes, mezquinos, maleducados y asociales (o deberían serlo) que no estarían bien vistos ni en un zoo y que generan un clima de circo romano del que algunos después se vanaglorian. Padres y madres gritan con chiquillos a su lado, ojalá más atónitos que atentos. El deporte, que en su forma más pura reúne lo mejor del ser humano, se convierte en el cobijo de todas las bajezas. La excusa matriz. No causa, nunca debería serlo, sino consecuencia. Consiste en desgañitarse en una catarsis que no es tal: Del negro, moro, maricón al voy a violar a tu hija y a tu hijo. ¿Alguien se va a casa más tranquilo después de una buena sesión de insultos? Menuda desgracia ¿Alguien cree que esos chicos, muchas veces sólo porque son multimillonarios o porque son básicamente lo que tú querías ser, están ahí para encajar y encajar porque el público siempre tiene la razón? Qué espanto de pensamiento.

Escribo esto asqueado sencillamente porque eso no es deporte. Ni creo que lo sea la alimentación de prejuicios y bajos instintos en la que participa, de unos años a esta parte con especial alegría, una parte de la profesión periodística. Eso no es deporte porque eso no es la vida, que es demasiado corta como para dedicarla a amontonar cosas que echar encima del vecino de enfrente o del pueblo de al lado: del diferente. Pero, por suerte, por cada historia que nos degrada, a quien la protagoniza y a quienes miramos, el deporte nos regala todavía un montón de sueños envueltos en el papel de celofán de las buenas noticias o las moralejas hermosas. De eso se trata: superación, esfuerzo, compañerismo. De eso debería tratarse en su núcleo, dejemos por un momento a un lado (aunque no deberíamos) los millones, las banderas y los títulos. A través del deporte a veces, todavía sucede, nos habla la vida. Y deberíamos escuchar. A quienes los rivales de su equipo les generan sentimientos tan horrendos y las derrotas les parecen el fin del mundo, les preguntaría si saben que un neuroblastoma es un extraño y terrible cáncer infantil que se forma en los tejidos nerviosos y que se suele diagnosticar en los tres primeros años de vida y cuando ya está muy extendido por el cuerpo. Su tasa de mortalidad es descomunal. Si una derrota de tu equipo es lo que te lleva a la histeria y te parece una señal del Apocalipsis, o has tenido mucha suerte en la vida o tienes la cabeza muy hueca.

Neuroblastoma: la palabra entra y sale continuamente de los medios estadounidenses en las últimas semanas a raíz de la historia de Lacey Holsworth, una jovencita de ocho que luchó y luchó contra él, hasta que, a veces la vida debería ser Hollywood, perdió la batalla y murió. Sucedió el pasado miércoles y cerró, con más de 100.000 búsquedas en Google justo después del anuncio del fallecimiento, la gran historia del torneo de baloncesto universitario 2014.

Y estas, creo, son las historias que vuelan por debajo del radar porque perdemos demasiado tiempo en otras que a veces tienen que ver con un tipo que le grita a otro que va a violar a sus hijos porque juega en un equipo de baloncesto que ha ganado, maldito sea, a su equipo. La historia, que ha conmovido a América pero que es más hermosa cuanto menos lacrimógena se pinte, es también la de Adreian Payne, un power foward de los Spartans de Michigan State que se quedaron a las puertas de la Final Four después de tener contra las cuertas (con 13 puntos y 9 rebotes de Payne) al después campeón, los Huskies de UConn. Payne dará el salto a la NBA y las proyecciones le sitúan como un top-20 en el draft, un jugador con mucho motor físico y buena muñeca que, no es lo habitual, ha completado los cuatro años del ciclo universitario. En mitad de ese camino, hace un par de años, conoció a Lacey Holsworth en una de esas (tan importantes) visitas que realizan los deportistas a los hospitales infantiles. Entre ellos, un tremendo atleta negro y una niñita rubia que no podía caminar por un gigantesco tumor que devoraba su abdomen y su espina dorsal, surgió una química especial y, sobre todo, real. Y seguramente Payne tenía la equipación emocional adecuada para empatizar con el optimismo sencillamente ilógico de una chiquita a la que la muerte estaba devorando a bocados. Con 13 años, el ala-pívot spartan vio como su madre moría en sus brazos con un ataque de asma y mientras él intentaba encontrar el inhalador. Después su abuela, que se hizo cargo de él, también murió por un problema respiratorio que él conoce: sus pulmones son más pequeños de lo normal para sus 205 centímetros y ha tenido que aprender a modular su respiración en pequeñas bocanadas para poder jugar al baloncesto. No ganar un montón de títulos y cheques con un montón de ceros: sólo jugar al baloncesto.

Payne siguió visitando a Lacey de forma regular hasta el reciente encuentro que recorrió Estados Unidos de punta a punta: mientras los Spartans celebraban en la cancha su triunfo en el Big Ten Tournament, el entrenador Tom Izzo apareció en pista con Lacey. Una sorpresa para Payne, que aupó a la niña para que le ayudara a cortar las redes. Un honor que suele estar reservado para familiares muy cercanos y muy importantes. A veces, no muchas, supongo que hay lazos más importantes que la familia o que no sólo son familia quienes comparten sangre o parentesco. “Me llama su Superman pero la que tiene superpoderes es ella. Es increíble ver su energía a pesar de lo que está sufriendo. Los médicos le dijeron que no podría volver a caminar y ha logrado hacerlo. Es una luchadora. Y si puedo darle al menos un momentito de alegría para que se olvide un poco de todo lo demás, entonces no hay nada más importante para mí que eso”. Esto, supongo que la palabra es perspectiva, lo dijo Payne mientras su compañero de equipo Gary Harris aseguraba que la niña Lacey se había convertido “en la inspiración de todo el equipo. A veces pierdes y te cabreas. Pero entonces piensas en lo que le está pasando a ella siempre con una sonrisa…”.

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Días después, la niña Lacey murió como mueren todos los días un montón de niños. De cáncer y, lo que debería avergonzarnos a todos, de enfermedades menores o sencillamente de hambre. Payne dejó este mensaje en las redes sociales: “Ha llegado el momento de que mi princesita se vaya a su casa y no sienta más dolor. Ahora estará feliz y será el ángel que me cuide”.

De esta historia, como habrá tantas en cada rincón del mundo, hay testimonio porque Adreian Payne es un tipo que juega muy bien al baloncesto y al que en el corazón y en la cabeza le caben unas cuantas cosas más. Y eso también es deporte o al menos lo mejor que este nos puede contar. Historias: de eso se trata para que no nos olvidemos de lo que somos. Siempre ha sido así. Y queda, por cierto, una movilización masiva para recaudar fondos y avanzar en la lucha contra el neuroblastoma. Lacey Holsworth ha sido un canalizador enorme que no podrá disfrutar de la energía que ha generado. Seguramente y por suerte otros sí. Estos son los héroes que a su vez tienen como héroes a deportistas. Y eso, por suerte, también es el deporte, todavía y si lo dejan en paz. Los de los gritos racistas, los de las pancartas xenófobas, los que quieren violar a hijos de jugadores y salen corriendo cuando estos se les echan encima... Todos los de su clase. El deporte es otra cosa porque la vida debería ser otra cosa. Una suma de todas esas cosas que a veces te parten de verdad el alma y a veces te hacen de verdad sonreír. El deporte en sí mismo es maravilloso porque tiene esa capacidad, un don demasiado grande como para atribuírselo a las victorias y las derrotas de tu equipo o del de enfrente.