Brady y el grito de la histérica
Tengo que confesar que estuve a punto de dejar de ver el Patriots-Saints en el descanso. Esa decisión no tenía nada que ver con la calidad o la intensidad del partido, que estaba siendo interesantísimo y emocionantísimo, sino con la ubicación de los micrófonos de ambiente del estadio. No sé quien fue el ingeniero de sonido que decidió dónde debería estar cada uno, pero le plantó el más grande delante de la cara a la tipa más histérica de toda Nueva Inglaterra.
Así que, casi por encima de la voz de los comentaristas, cada vez que Brees lanzaba un pase, o Brady intentaba el milagro de completar uno de los suyos, sin importar el volumen de cualquier otro ruido o murmullo, aparecía la protagonista de ‘La matanza de Boston V: sangría con limón y mucho hielo’, y dejaba a los espectadores con los pelos de punta y el corazón en la boca con sus gritos histéricos, desgarradores, más propios de un cochinillo en día de matanza que de un evento deportivo. Así que ahí estaba yo, de sobresalto en sobresalto, con ganas de tirarme por la ventana cada vez que Dropson dejaba caer un balón, con tal de no escuchar el lastimoso chillido de dolor de esa mujer con vocación de sirena, y no precisamente de las que nadan bajo el mar.
Y si eso fue durante la mayor parte del partido, no os quiero ni contar lo que se desató a partir del instante en el que un tal Stills adelantó a los Saints con cinco minutos por jugar. Ahí, en ese momento, la aficionada letal convirtió en un mal chiste el récord de decibelios que los asistentes a Arrowhead habían destrozado pocos minutos antes.
Yo pensé, “ya está, la ha diñado. Es imposible que haya sobrevivido a ese grito. ¡Por fin! Ella descansa en paz y nosotros también!”
Entonces fue cuando el mundo se volvió loco del todo. Cuando me estalló el cerebro. La histérica me contagió su fiebre y, sin saber por qué, miré a la pantalla, vi la cara de Brady y yo también empecé a gritar trastornado. Un aullido de locura, incontrolable. Mi mujer se levantó de la cama, asustada. Me miró interrogante y yo, incapaz de hacer nada diferente que gritar, señalé la televisión, mientras subía sin querer la escala de mi alarido.
Mi mujer, inquieta, dejó de mirarme, fijó la vista en el monitor y, también sin poder evitarlo, se unió al coro de alaridos al que, en muy pocos instantes, se habían sumado mis hijos. Todos abducidos, con la vista fija en la pantalla, sin poder dejar de mirar a ese tipo con pinta de marine aburrido, indiferente, que se atravesó el campo en un minuto y diez segundos, se fue al centro tras el final, saludó a sus rivales con desidia y se fue a casa tan tranquilo, como si no hubiera pasado nada y preguntándose: “¿Pero por qué coño gritaban tanto todos esos tipos?”
Yo no me creo a estos Patriots. Ni me parecen comparables al equipo que deslumbró al mundo en 2001, convirtiendo en una caricatura el mayor espectáculo sobre el turf. Aquel equipo estaba plagado de apestados y exiliados, veteranos que nadie quería a su lado. Este equipo es la parada de los monstruos. Una colección de nadies con muy poco que aportar, salpicados de grandes jugadores que no dejan de lesionarse.
El que sí ha vuelto a despertar, después de tantos años, es un Bill Belichick que, terminada su aventura al frente de una máquina ofensiva, ha vuelto a tener entre las manos un bloque defensivo que moldear. El viejo Bill, una vez más, vuelve a jugar con el reloj, a medir hasta el último segundo, a mover un equipo plagado de peones obedientes, en el que faltan reyes, reinas y grandes torres, para arrancar una victoria imposible gracias a su defensa. El genio vuelve a estar en su salsa, y se nota.
Fueron cinco minutos convertidos en lección magistral de cómo se debe, o no se debe según se mire, gestionar el reloj en un partido. De cómo hay que conseguir que juegue a tu favor incluso el parón del tiempo muerto de los dos minutos. Y también fue un ejemplo de lo que un grande puede hacer aunque esté al frente del ejército de Pancho Villa o la banda de Curro Jiménez.
En el primer intento saltó al emparrillado con suspiros de resignación. Cuatro downs y fuera en su propia yarda 24. “Este no es el momento”. “se puede esperar un poco”. “Un fieldgoal en contra aún no nos mata”. Salió del campo con las manos en los bolsillos, se sentó tan tranquilo, y esperó como si no pasara nada, con fe ciega y absoluta en el trabajo de Belichick.
Y entonces llegó el tercero. El de la vencida. La histérica gritaba entusiasmada. Yo también. El estadio, medio vacío, contenía el aliento. Brady cogía el balón y el cielo se teñía de nubes negras, que giraban en una danza macabra. Un minuto y diez segundos de aquelarre. Un minuto y diez segundos en los que el mundo retrocedió una década.
Yo sigo sin creer en los Patriots. Me parece un equipo sin argumentos, sin jugadores, sin soluciones para sus muchos problemas. La NFL está plagada de equipos muchos mejores, que les pueden destrozar a un solo partido. Por poner un ejemplo, los Saints. Ah, espera, qué lío. ¿No fueron los Saints los derrotados? A ver, que me estoy enredando. Quiero decir que los Patriots podrán con los rivales mediocres, pero jamás ganarán a un equipo como, por ejemplo, los Saints. Un momento, creo que vuelvo a enmarañarme… y me están entrando unas ganar horribles de GRITAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!!!!!!!!!!!!!
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