Jason Collins y los vientos de cambio
El ecosistema de la liga envió un abrumador mensaje de comprensión y aceptación. Salvo excepciones porque seguimos sin estar a salvo del fundamentalista religioso de turno -en este caso, sorpresa, un periodista de ESPN- o del joven atleta desbocado por el éxito y las hormonas que cacarea en formato paladín el anticuado mantra: “hay demasiadas mujeres en el mundo como para hacerse gay”. El axioma es fallido, claro. La mentalidad, también. Pero la montaña se mueve. Casualidad o no, en los últimos meses el baloncesto estadounidense ha abierto una de esas brechas que ya sólo e pueden seguir creciendo de forma inevitable. El viento de los tiempos trae progreso por mucho que algunos sigan soplando a carrillo lleno en dirección contraria.
Antes de la revelación de Jason Collins, Kenneth Faried mostró su apoyo público a la igualdad de derechos para gays, lesbianas y transexuales. Faried creció con su madre y la mujer de esta y con ellas grabó un vídeo en el que transmitía, por encima de muchas otras cosas, normalidad. Faried, por cierto, es uno de los jugadores más físicos e intensos de la liga. Manimal, así le apodan precisamente por eso, fue criado por dos madres: bofetón a otro tópico rancio.
Además, la número 1 del draft de la WNBA acaba de reconocer su condición de lesbiana. Se llama Brittney Griner, está llamada a marcar una época en el baloncesto femenino y Mark Cuban flirteó con la idea de draftearla para los Mavericks: “No puedes saber si funcionaría hasta que no lo intentas. Si entrena con nosotros y responde bien a las pruebas, no tendría ningún problema en contar con ella. Si fuera la mejor entre los que podemos elegir, la elegiría”. Si escuchas el sonido de una montaña de prejuicios que se resquebraja, es el viento de los tiempos, que arrecia.
Entre las muchas opiniones sobre la revelación de Jason Collins y la explosión de neutrones mediática que le siguió me encontré repetidamente con una casi siempre bienintencionada pero (creo) también fallida: perfecto por él, pero esto no debería ser noticia. No al menos semejante noticia. No estoy de acuerdo y no sólo porque su condición de hecho extraordinario lo convierte automáticamente en noticiable. No lo estoy porque me parece un paso necesario y valiente, que merece y necesita luz y taquígrafos. Una historia hermosa, compleja o sencilla (un tipo en paz consigo mismo, finalmente), que se enfrenta a una oxidada pero vigente raigambre de desigualdad y prejuicios. Había que contarlo porque desde luego no es normal que hasta 2013 ningún deportista en activo haya hablado con naturalidad de una condición sexual que, por lo tanto, sigue siendo tabú. Como historia de superación, como punto de partida y como denuncia de un arquetipo que todavía hace sufrir a muchas personas que no deberían sufrir. No por amar, desear, sentir atracción o simplemente meterse en la cama de personas de su mismo género. O de distinta raza, o de otra condición social... Debería ser una obviedad pero no lo es. Y por eso había que contarlo.
Porque el deporte es el escaparate de lo mejor pero también de mucho de lo peor que queda en nosotros: nosotros como hecho social, nosotros como personas. La homofobia está fuertemente enraizada en el machismo y germina en el mismo caldo de cultivo que todos esos otros malditos ismos: racismo, sexismo, clasismo… El deporte es una cuestión de género que se imbuye en contacto con la alta competición de valores tradicionalmente masculinos, de la fuerza física al instinto de prevalecer por encima del resto. La feminización perpetua del gay lleva a considerarlo menos apto. Con la lesbiana y su masculinización se aplica el prejuicio contrario. Mientras, los medios de comunicación y la descomunal industria que finalmente define al deporte de elite hacen poco por cambiar estos estereotipos.
Pero los mandamases, habitantes de despacho y dueños, incluso los periodistas, siguen siendo mayoritariamente blancos… y heterosexuales, aunque en este sesgo pensamos mucho menos a menudo. El blanco acaba representando el poder político, la moral oficialista, la racionalidad o el progreso mientras que el blanco, o en otro lugares el gitano, representa lo sensual, lo artístico y, en un perverso giro de este pensamiento, cierto nivel de patología cultural. ¿Y el gay? En algunos terrenos, con el deporte a la cabeza, es el último de la fila, un tabú del que nadie se libra o un cliché del que nadie se preocupa. Los insultos en los estadios valen como ejemplo obvio.
La sociedad occidental, por influencia de lo estadounidense, ha sido siempre muy sensible a la diferenciación blanco/negro. Todo lo avanzado en ese terreno es el espejo en el que se tiene que mirar la carrera por la normalización de la condición sexual, un asunto necesario porque su negación implica desigualdad. Y la desigualdad es injusticia y la injusticia es el arma de ese maldito odio que infecta las mentes ignorantes. La lucha por una sociedad en la que se celebre la diferencia desde la igualdad ha llegado a nuevos terrenos pero es una historia tan vieja como conocida. Y en Estados Unidos, recuerdo, la esclavitud fue abolida hace menos de doscientos años y su sombra se extiende hasta nuestros días. El Ku Klux Klan, que siguió a la Guerra de Secesión, no es precisamente una institución medieval en un país en el que muchos se frotaron los ojos cuando un negro, Barack Obama, llegó a Presidente. Era 2008.
La fuerte identidad de raza de los jugadores negros de la NBA es un hecho tan asumido hoy como inimaginable hace poco más de medio siglo, cuando el baloncesto estadounidense participaba de una segregación racial que era norma: cines, restaurantes, hasta baños públicos diferentes para los negros. Todos saben que Bill Russell ganó once anillos pero no todo el mundo conoce su no siempre bien comprendida lucha por la igualdad de derechos entre razas. Víctima de abusos raciales desde su infancia en West Monroe, se convirtió después en integrante del primer quinteto inicial completamente negro de la historia y en el primer entrenador negro del deporte estadounidense posterior a 1929. Todo en Boston, una ciudad que él mismo llegó a llamar “un mercadillo de racismo” y en los Celtics del añorado Red Auerbach, mito y entrenador de raza blanca que llevó a su equipo a nueve títulos pero también a draftear jugadores mirando el talento y no el color de la piel o a jugar con ese legendario quinteto completamente negro: Tom Sanders, Sam Jones, KC Jones, Willie Naulls Y Bill Russell, que alargó su cruzada hasta, harto de prejuicios, no personarse en las ceremonias de la retirada de su camiseta o de su inducción en el Hall of Fame. Un tipo que dignificó su deporte y su sociedad, que dignificó al ser humano igual que lo hizo Auerbach o Bob Cousy, jugador blanco que abandonó hoteles junto a sus compañeros negros que eran enviados a dormir a otra parte y que aseguró que no entendía “la raíz de tanto odio salvo que viniera de la inseguridad que muchos sienten hacia los que son diferentes”.