TRIBUNA LIBRE: Nuestro hijo de puta
Jordi Piqué (http://illegalreturn.com/)

No me gusta
Jim Harbaugh. Valoro lo que ha hecho en San Francisco, tanto en resultados como
en juego y, sobretodo en ilusión, pero hay una parte de él que me produce
rechazo. Si pudiera aislar al motivador, al lider, al técnico que le ha dado la
vuelta al equipo y separarlo de sus modos, maneras y actitudes, yo mismo me
ofrecería voluntario para asestar, con la fuerza necesaria –y un poquito más,
de regalo, por las dudas-, el hachazo que le partiera en dos mitades no
necesariamente iguales: la buena y la mala. Su estilo no va conmigo; su
trabajo, sí.

No simpatizo con él. No me gusta, como no me gustan otros
muchos, por parecidos motivos. John Fox debe de estar aún gritando en el área
técnica del Georgia Dome, protestando por una falta de twelve
men on the field que, según
él, nunca existió aunque la realización nos ofreció la imagen numerada de la
defensa de los Broncos. Tampoco encabeza el listado de entrenadores Jim
Schwarz, a quien es más que probable que alguien le cruce la cara la próxima
vez que celebre una pírrica victoria con exceso y desconsideración al rival.
Pero es Jim quien me deja frío cuando desencaja su rostro protestando como un
poseso ante cualquier error arbitral. ¿Cuántas decisiones se han vuelto atrás
por semejante conducta?. Y en ese momento de desaire, lo que menos me preocupa
es saber si tiene o no razón pues su gesticulación, en las narices del
trencilla, sus salivazos al aire, la lluvia de insultos que brota de sus labios
y su actitud agresiva hacia los cebras lo aparta a años-luz de lo que espero
que sea el head coach de mi equipo. Lo sé, el error es mío por idealizar un
equipo de football, una ciudad, un uniforme, unos colores y un pasado que,
aunque esplendoroso, no me propongo exhibirlo hoy como ejemplo de nada. Porque
aún cuando les separe todo un mundo en esta materia, ni Jim es el peor de los
técnicos que merecerían algún tipo de sanción, ni Bill Walsh o George Seifert
fueron nunca angelitos de alas blancas. Considerándome un bay bomber, mi alma
perfeccionista, esclavizada por la estética, por las formas, padece y sufre
cada vez que veo deambular por la banda a ese auténtico cafre. Idealismo mal
entendido, lo sé. Pero no puedo evitar pensar que si queremos ser los mejores,
tenemos que comportarnos como tales en todos los aspectos de la franquicia, en
el campo, por supuesto; también en la banda; en el vestuario, indudablemente;
en los despachos y ante la prensa. Sea dónde sea que haya un tipo perteneciente
a los San Francisco 49ers. Misión imposible, entendido, pero que una meta sea
inalcanzable no implica dejar de intentarlo.


Admito que tiendo a valorar sus errores en exceso y sus
aciertos algo por debajo de lo que merecería. Pero esa faceta oscura de Jim
avanza palmo a palmo en esa guerra interior que libro entre mi mitad de niner,
la que ha deseado tantas veces un presente muy parecido al actual que casi está
dispuesta a postrarse –como está haciendo la mayoría-, a los pies del trono de
este nuevo monarca llamado Jim y mi otra mitad, la más cerebral, la que busca
un poco más allá de un simple triunfo más en el casillero. El pequeño de los
hermanos Harbaugh va camino de convertirse en una versión contemporánea de una
nueva Anfisbena, serpiente de dos cabezas que aparecía en los bestiarios del
medievo. Sus éxitos son innegables pues en un abrir y cerrar de ojos cambió la
dinámica de un equipo entregado a su suerte desde hacía no pocos años. Recuperó
los principios del football básico, pulió y sacó brillo a todo el equipo,
introdujo pocas ideas pero claras y levantó los ánimos de un vestuario deseoso
de demostrarle “al nuevo” la calidad que atesoraban. Tal fue el éxito de la
empresa que incluso uno de los quarterbacks más criticados de los últimos años,
Alex Smith, volvio a respirar aquellos aires universitarios que lo impulsaron
hasta el pick número uno del draft del 2005.


Pero resulta demasiado simple pensar que un entrenador
está legitimado para hacer todo lo que esté en su mano para conseguir un nuevo
triunfo. Eso es tanto como afirmar que la victoria todo lo justifica, que el triunfo
concede carta blanca a su autor. Puede que algunos funcionen bajo este patrón
pero la realidad del mundo profesional nos muestra algunos de los códigos
ocultos que se manejan en el interior del vestuario. Buen ejemplo de ello se
centra en la substitución de Alex Smith por Colin Kaepernick, deportivamente
incuestionable pero más que discutible desde el vestuario. Porque cuando
incentivas el rendimiento de un jugador clave como es la posición de
quarterback, en base a valores como la confianza y el apoyo incondicional de tu
head coach, no puedes traicionar ese principio sino es con un motivo de peso
que va mucho más allá del cortoplacismo populista. Jim, con toda la autoridad
que su cargo le otorgaba para introducir cuantos cambios quisiera en su deep chart,
eligió el momento menos indicado en toda la carrera profesional de Smith para
sentarlo en el banquillo. Y ese hecho trascendió la simple relación entre
quarterback y entrenador, afectando a todo el equipo. Es lógico preguntarte si
serás el próximo en quedarte fuera del campo cuando ves al líder de la ofensiva
relegado a Qb#2, más aún en un deporte tan jerarquizado como es el football.
Quizá por esa razón, el head coach de los niners se atrevió a traspasar una
línea que siempre fue respetada por Walsh & Seifert por repetidas que
fueran las lesiones de Joe Montana y la ascedente estrella de Steve Young.
Recordemos que durante aquellas primeras semanas del noviembre pasado, Alex se
estaba significado por su excelente rendimiento, sorprendiendo a propios y extraños,
jugando a la altura de los mejores de la liga, logrando el premio al jugador
ofensivo de la semana y situando su quarterback rating en un impresionante
157,1. Ni Smith, ni la mayoría de compañeros del vestuario entendió el
movimiento y mucho menos las verdades, medias verdades y mentiras con las que
Jim intentó enmascarar su decisión ejecutiva. Fue valentía, precisamente una de
las cualidades que con mayor convencimiento –y sin saber exactamente por qué-,
hemos atribuído a este entrenador, lo que realmente le faltó en ese momento a
Harbaugh. Así, incluso uno de los máximos beneficiados con el cambio de
quarterback, el receptor Michael Crabtree, ha acabado por reconocer que “el
cambio de mariscal de campo, a mitad de la temporada pasada, generó cierta
división en el vestuario”.


Otra de las decisiones que han erosionado la imagen
perfecta, ausente de crítica, con la que Jim es analizado desde la costa oeste,
fue la serie de medidas de presión con las que abordó el rendimiento de un
David Akers irreconocible, errando anotaciones que cualquier kicker de su nivel
debería de haber convertido. No voy a ocultar los fríos números con los que
defender la teoría de “los resultados por encima de todo”: un 69% de field
goals transformados como contraste al 82,56% de media en sus últimas cinco
temporadas, son cifras suficientemente significativas como para cuestionar a
uno de los kickers con más experiencia de la liga. De nuevo una discutible
cuestión de formas me lleva a comparar el apoyo que obstinadamente recibió, en
circunstancias similares, Mason Crosby en Green Bay. La solución de Jim fue
tomar un camino opuesto, más áspero, menos considerado, incorporando al roster
una alternativa con la que presionar al primero. El elegido fue Billy Cundiff,
otro pateador de solvencia profesional tan contrastada como probada
inconsistencia en situaciones clave. ¿Os imagináis a Cundiff pateando un field
goal de 32 yardas
para ganar la Super Bowl?.

La tercera crítica pone en cuestión el playcalling de la
ofensiva. Jim no ha sabido templar los nervios, la precipitación y errores
propios de un jugador sin apenas experiencia en la liga. En esa misión ha
fracasado y su derrota a punto ha estado en diversos momentos clave de la
temporada, con dar al traste con el equipo. Durante la ronda divisional, en San
Francisco, se superó con creces lo que podía haber sido una situación
comprometida –partir con el marcador en contra-, por la falta de preparación
con la que Dom Capers acudió a la cita. Fue necesaria una remontada ante los Atlanta
Falcons, ya en la final de conferencia, para que el equipo nuevamente
disimulara las dudas, equivocaciones y titubeos de un mariscal novel. Y ya en
New Orleans, un inédito Kap y una elección de jugadas más que sorprendentes
durante la primera parte de la final, forzó las costuras de la épica. Sigo
pensando que los niners del 2012 hicieron méritos suficientes para llevarse el
campeonato, dada su superioridad en casi todas las líneas. Estoy convencido que
sin la desconexión que la ofensiva –mal administrada desde la banda- sufrió
durante los dos primeros cuartos, los niners debieron de regresar a la bahía
como nuevos campeones. Y sin embargo, no discuto la victoria que en buena lid
consiguieron los Ravens.
Así que no queda otra que mirar hacia adelante. Entiendo
que tras décadas de acumular decepción tras decepción, de encadenar espera tras
espera, la permisividad de Candlestick Park nos impulse a perdonar esos pecados
de juventud. Tenemos una nueva novia, guapa, despampanante, de las que quitan
el hipo. Deslumbrados como andamos, cogiditos de su mano, estamos dispuestos a
tragar carros y carretas para que no se nos enfade. Y así incorporamos a Colt
McCoy –un Qb que decididamente no ha podido demostrar su verdadera calidad en
Cleveland- y lo hacemos con esa sonrisa tonta dibujada en el rostro, repitiendo
el mantra que nos llega desde San Francisco, por increíble que este sea:
“competirá con Scott Tolzien y reforzará la read-option offense”. ¿Perdón?.
¿McCoy debe ser nuestro seguro?. ¿Colt en una read-option?. En cualquier otro
equipo ya se hubieran oído las risotadas propias y ajenas pero en San Francisco
nos queda sonreir pues Jim sabrá más que nosotros.
Y yo entiendola situación, que conste. No es nada fácil
hallar a un entrenador de la talla del susodicho, con una hoja de servicios y
un recorrido merecedores de uno, dos y hasta tres votos de confianza. Los
resultados son innegables, el proyecto de un equipo ganador, una realidad muy
ilusionante. Pero me sorprende sobremanera la ausencia de la más mínima crítica,
entregados como estamos al dios de esa “victoria más”. Muchos ojos que observan
este tipo y otras situaciones con gesto de extrañeza y opinión contenida,
autocensurada, no sea que llevemos a quien nos ha llevado hasta aquí, como si
todo esto fuera nuevo para todos nosotros. ¿Si gana tiene razón en todo?. Y lo
que es más importante, ¿en cuanto pierda dejará de tenerla?. Los griegos
clásicos nos dirían que, además del objetivo, tambien tiene importancia el
camino que nos lleve hasta esos verdes campos de leche y vino. Quizá en otras
ciudades de la liga anden necesitados de mesías, técnicos investidos de una
infabilidad que no disfruta ya ni el Santo Padre. No creo que deba ser el caso
de San Francisco por mucho que uno esté ocupando el cargo del otro. No
necesitamos adorar a ningún nuevo líder. Nos basta con seguir creyendo en
nosotros mismos, en lo que podemos conseguir y en las metas que decidamos
superar. Los “ismos” nunca han ido con la filosofía de una bahía que ahora
parece atrapada por el Harbaughismo; siempre hemos sido una escuadra, un
equipo, una piña donde, por estrellas que brillaran, siempre se mantenía lejos
de las individualidades, juntos hasta el final, fuera este bueno o malo.
Así que me gustaría concluir con una de las frases que
Franklin D. Roosevelt acuñó para la posteridad. Desde entonces ha sido
utilizada para justificar un mal menor en provecho de un bien mayor. No me
queda otra que asumir que James Joseph Harbaugh, natural de Toledo (Ohio) y
–espero, deseo e imploro-, próximo head coach del equipo ganador del Vince
Lombardi Trohpy “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.