La NFL
es un deporte de pequeños detalles. De pulgadas. De punta de dedos y último
esfuerzo. Y así, a lo largo de los años, hemos vivido historias como aquella de
unos Titans se quedaron a menos de un palmo de ganar una Super Bowl, después de
haber llegado al gran partido gracias a un pase imposible en wild card que fue legal
por unos pocos milímetros y sobre el que se hicieron hasta tesis doctorales.
Creo que nunca se lo perdonaré a Morgan Burnett. Quedaban 24
segundos cuando Adrian recibió el balón en la yarda 37 contraria y arrancó a
correr. Todo el mundo a cámara lenta y él en otra dimensión, sorteando rivales
y compañeros a una velocidad imposible, surcando el campo mientras los
aficionados, que llevaban de pie todo el partido, levitaron durante unos
instantes mágicos que culminaron en un grito orgásmico y decepcionado a la vez.
Peterson había sido frenado en la yarda 11 cuando ya parecía imparable. Burnett,
maldito, ¿Por qué lo hiciste? Tú, y solo tú, tienes la culpa de que muchas
generaciones de aficionados nunca recuerden la temporada 2012 por el motivo que
la debe convertir en inolvidable. 9 condenadas yardas. Le hubieran sobrado dos
y nada hubiera cambiado. Packers y Vikings se encontrarían en Lambeau el próximo
fin de semana en cualquiera de los casos.
Y que nadie nunca me vuelva a decir que el football es un
deporte de equipo. De eso nada. El football es un deporte de dioses. Y quizá nuestros
descendientes nunca sepan que uno de ellos, Adrian Peterson, se quedó a un
suspiro de culminar un prodigio inexplicable el 30 de diciembre de 2012. La
culpa la tendrán nueve malditas yardas.