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Las lágrimas de Charlie

Mariano Tovar

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Batch
Hay momentos que te reconcilian con un deporte. O te hacen enamorarte más de él. O lo humanizan para que la competitividad, o el dinero, o los títulos pasen a un segundo plano y se conviertan en accesorios. Momentos que nos hacen volver al pasado, incluso más de un siglo atrás, para recuperar el espíritu primigenio del deporte más puro, sin ingredientes que lo desvirtúen o corrompan. Pura emoción.

El domingo contemplé uno de esos momentos inolvidables que de vez en cuando nos regala la NFL. Instantes que provocan un nudo en la garganta y te descubren dónde se esconde el alma. Unos pocos segundos profundamente emotivos, desgarradores, que me hicieron volver a creer en el football y, sobre todo, y después de tantos años de afición, entender el secreto de una de las franquicias más legendarias de la NFL.

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No voy a dedicar ni una línea a las tres horas largas que duró el duelo entre Baltimore y Pittsburgh. Es lo de menos. Lo que de verdad me dejó pegado al asiento, y profundamente conmovido, fue ver a Charlie Batch echarse a llorar sobre el hombro de Big Ben un instante después de que la patada de Suisham diera la victoria a su equipo en el último segundo de partido.

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No fueron lágrimas de alegría. Ni mucho menos. Fue un sentimiento mucho más profundo. Un desahogo. Un alivio convulso y desgarrado. Lágrimas puras de un niño grande.

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Charlie Batch tiene 37 añazos. 14 como profesional en la NFL. Los cuatro primeros en los Lions, donde, como casi todos, fracasó. No con estrépito. Más bien en silencio. Sin que a casi nadie le importara lo que pudiera hacer. Desde entonces, diez temporadas como súbdito en el Reino del Acero. Donde confluyen los tres ríos. Y siempre como último recurso. Esa red que debe estar ahí cuando todo lo demás falla y en la que nadie confía. Paracaídas auxiliar hecho de retales. Si los Steelers tienen que acudir a él, es que la batalla está en los mismos muros del castillo. Mala cosa.

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Si hasta ayer me hubierais preguntado quién es Charlie Batch, os hubiera respondido que uno de esos quarterbacks que tienen el empleo soñado. De los que están ahí por si acaso, cobrando sin jugar, pero que nadie tiene ninguna gana de ver en el campo. Tipos que se retiran después de muchos años en silencio, sin que casi nadie sepa muy bien ni quien son, ni de qué pie cojean. Individuos cuya titularidad provoca desconfianza de inmediato.

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Ese Charlie Batch, el mismo que empezó la temporada como tercer QB del equipo, que muy probablemente esté viviendo sus últimos partidos como jugador de los Steelers, que esperaba presenciar todos los partidos en primera fila, desde la banda, con la única misión de ayudar y de hacer eso que nadie sabe describir y que se bautizó como ‘hacer equipo’, recibió hace dos domingos el estandarte del acero con la orden de dirigir al ejército bárbaro por la estepa de la NFL y mantenerlo sano y salvo bajo la tormenta.

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Y ese mismo Carlie Batch lloraba como un niño en los hombros de Big Ben después de culminar su misión con éxito. Escondiendo la cabeza muy abajo, medio avergonzado, entre los pliegos del abrigo y la bufanda de su líder, que conmovido le consolaba. “Charlie, lo has hecho muy bien”. Y él solo era capaz de llorar aliviado porque había sido digno del encargo, porque había hecho lo que le habían pedido.

Fue el estallido de muchas horas de tensión, de sentir que no podía, pero que tenía que darlo todo por su equipo, por su gente, por sus colores. Un “yo no soy digno” que se convierte en confesión bajo unas lágrimas. Pero que culmina con éxito por entrega y corazón. Por compromiso y amor.

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Y no creo que haya en la NFL muchos equipos que provoquen en sus jugadores una entrega tan completa. Porque Batch no lloraba por sí mismo, ni por su carrera. Charlie lloraba por sus Steelers. Porque había sido capaz de mantenerlos a flote pese a no sentirse capaz. Una prueba de Hércules para un humano. Un niño cuyo padre encomienda que vigile a sus hermanos mientras hace la compra. Que ve como crece un incendio que amenaza la vida de todos y que poco después, en la calle, lleno de hollín, espera el regreso de su progenitor sin soltar la mano de sus hermanos. Y se arroja a sus brazos llorando cuando regresa: “papá, aquí estamos todos. No falta ninguno”. Ese fue Charlie Batch, conmoviendo a un Big Ben que no sabía si acariciarle el cabello: “tsss, tranquilo, no pasa nada. Ya está”.

Hasta hace unas pocas horas no tenía ninguna fe en estos Steelers. Demasiados agujeros como para frenar la riada. Pero ahora les creo capaces de todo. Porque por fin he entendido lo que significa pertenecer al reino de los señores del acero. El nivel de compromiso, de identificación y de entrega que sienten sus jugadores. Soldados capaces de darlo todo por un ideal representado en una toalla blandida al aire. Guerreros cuyo compromiso les impide fallar a sus camaradas, les obliga a empujar al alimón, les conjura a triunfar pese a todos los impedimentos y les hace llegar más lejos de lo que es posible.

Charlie Batch no lloraba de felicidad. Lo hacía porque había sido fiel hasta el final. Porque se había entregado por entero y con todo su corazón. Porque la responsabilidad le tenía comprimida el alma. El miedo a fallar le había hecho contemplar el precipicio con pánico atroz. “Ben, mi señor, te devuelvo el estandarte bien alto. He dirigido tus tropas en la batalla y te las entrego victoriosas para que tú, su auténtico paladín, las dirijas hasta la victoria final. Yo ya he cumplido mi parte hasta las últimas consecuencias”.

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Anoche, sin saber muy bien por qué, me encontré dando botes en el salón de mi casa, mientras agitaba frenético mi querida ‘terrible towel’ aguantando las lágrimas. Mi mujer me preguntó: “¿ha ganado tu equipo?”. “No cariño, es que he visto llorar a un guerrero y por fin lo he entendido todo”.

Y Charlie siguió llorando al llegar a su casa. Y volvió a hacerlo de alivio, abrazado a su familia. Más tarde, ya en la cama, mientras daba vueltas desvelado por las emociones vividas, fue incapaz de contenerse una vez más. Pero en esa ocasión fue por un motivo muy distinto. Cuando logró calmarse, se enjuagó el rostro, miró al techo del dormitorio, esbozó una sonrisa y gritó en alto, sin contenerse: "¡¡¡SOY UN STEELER!!!"

mtovarnfl@yahoo.es / twitter: @mtovarnfl