Mirada limpia, todo corazón… ¡No podemos perder!
Mariano Tovar
Carreño decía, medio en broma medio en serio, que había visto boxear a todos los grandes genios de la segunda mitad del siglo XX en todas sus peleas míticas y a pocos metros del ring, donde salpica la sangre, pero que los mejores combates que había tenido la suerte de contemplar eran los de la saga ‘Rocky’. Y es que el cine y el deporte se entienden muy bien. Emoción, pasión y espectacularidad son reglas indispensables en los dos mundos. Es curioso que Muhammad Ali, el más grande, solo tenga una escultura hortera y bastante controvertida en la Plaza Nokia de Los Ángeles, mientras que la estatua de Rocky, un personaje ficticio, adorna los jardines de entrada del museo de arte de Filadelfia y se ha convertido en una de las atracciones turísticas de la ciudad.
A los aficionados al football americano nos sucede algo similar entre la ficción y la realidad. Ninguno coincidimos en nada. Ni en nuestro equipo favorito, ni en el uniforme que más nos gusta, ni en nuestro ranking de jugadores favoritos o nuestro estilo de juego preferido. Y eso es lo bonito del deporte. No hay absolutos. Cada uno puede defender unos colores a capa y espada con todos los argumentos del mundo.
Durante cinco temporadas inolvidables, seguimos con la pasión propia del hincha más fanático el devenir de Eric Taylor, Tim Riggins, Matt Saracen y todos y cada uno de los habitantes de un pueblo ficticio, Dillon, que vive por y para su equipo de football americano.
Doy por supuesto que todos la habéis visto, pero si, por esas cosas de la vida, queda aún algún despistado por ahí, que la consiga inmediatamente y que se ponga a verla de inmediato. O mejor, que espere a que termine la temporada, que esa serie es el mejor remedio para sobrellevar esos meses interminables.
El mundo real no es tan sencillo. Pero sí que hay una etapa en la vida en la que esa “mirada limpia” y esos “corazones llenos (ser todo corazón)” a los que se refiere la frase, presiden cada uno de nuestros actos. Durante la juventud nos comemos el mundo. O al menos creemos que podemos hacerlo. Esa es la época en la que nos arrojamos sin miedo contra cualquier molino con fe absoluta en nuestro éxito. Con el tiempo, después de muchos golpes, nos volvemos retorcidos y precavidos. Pero siempre añorando esa etapa en la que nos atrevíamos con todo. Y no es que queramos recuperar nuestra juventud, que también, creo que lo que evocamos es esa ingenuidad que nos hacía tan felices.
Para mí esa fue la mayor virtud de Favre. Nunca he visto disfrutar a nadie sobre el campo como a él año tras año. Ya había cumplido los cuarenta, pero seguía siendo como un niño que juega en el parque con su padre. La alegría que transmite esa actitud, provoca que sea casi inevitable sentir un magnetismo especial por un jugador así.
El domingo por la noche volví a ver la mirada limpia y el corazón lleno que lo podían todo en Dillon. Descubrí a un jugador que no tengo ni idea si terminará siendo una estrella o un fracaso, pero que ahora mismo es el tipo más feliz sobre la faz de la tierra. Y esa actitud, esa felicidad, esos ojos iluminados por el placer de estar haciendo lo que más le gusta del mundo, le están dando la vuelta a unos Niners que con él sí me parecen creíbles (y eso que hasta hace unas pocas horas pensaba lo contrario).
Los Niners no solo ganaron a los Saints porque jugaran mejor, que lo hicieron. Ganaron porque se lo pasaron en grande durante un partido en el que se cortaba la tensión.
Muchas veces decimos que el football no es un juego de niños. Quizá estemos equivocados. “Clear Eyes, Full Hearts, Can't Lose!”
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