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El reino de los jugones

Mariano Tovar

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Supongo que habéis escuchado el chiste. Trata de un tipo que cuenta a un amigo que le encanta perder a las cartas. Su interlocutor le pregunta: “¿Y ganar no te gusta?” El tipo le responde “¿Ganar? ¡¡¡Ganar tiene que ser la leche!!!” El protagonista de esa historia soy yo.

Y no creáis, que ser castellano, periodista, y mal jugador de cartas es un drama. Las cosas han cambiado mucho en los últimos años, pero en mi juventud la baraja pasó a ocupar muy rápidamente el lugar de las canicas y la peonza de batalla. De la brisca de las sobremesas en casa, se pasaba al tute y al mus en el bar en menos que canta un gallo, que en mi tierra la sobremesa no se entendía sin un envite o un arrastre.

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Ahí estaba yo, sosteniendo las cartas como si fueran un tesoro y apostando fuerte a la chica o jugándomelo todo con treinta y dos, que los perdedores natos nos relamemos en nuestra inconsciencia y vemos joyas donde solo hay mierda. Y una vez infectada la sangre con el aroma de la sota, la boñiga del caballo y el empaque del rey, no hay quien se quite del mal salvo que un susto monumental te cure el hipo y las ganas de volver a sujetar un naipe entre los dedos.

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Así que, perdedor irredento y aficionado incansable, llegué a Madrid y no se me ocurrió otra idea que matricularme en la facultad de periodismo de la Universidad Complutense y vivir en un colegio mayor. Que como sabréis los que habéis estudiado en esa universitaria madrileña, el mus es asignatura troncal en el edificio de Ciencias de la Información. ¿Las Vegas? Una mieeeerda comparado con el bar de esa facultad. Refugio de ladrones, tahúres y catedráticos del naipe. Nido de aprendices de la grande, contadores de piedras y calaveras. Un aeropuerto donde vuelan las señas, resuenan los gritos intimidatorios y chirrían las sillas. La facultad de la vida estaba en ese sótano, las clases en las que se explicaba lo improbable quedaban arriba. Nunca llegué a visitarlas.

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Y pagué, vaya si pagué en mi etapa universitaria. Cientos de cafés, cervezas y aperitivos. Mis parejas me miraban resignados, sabiendo que se levantarían de la mesa un poco más pobres y bastante enfadados, mientras yo sostenía mis cartas, intrigado, ausente de unos rivales que se pasaban señas ciertas y falsas sin impedimento cuando yo era pillado al más mínimo gesto. Vaya inútil.

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Porque para ganar al mus hay que tener cara de mármol, alma de tramposo y temple de torero. Yo no soy capaz de esconder ni un sentimiento. Y vosotros lo sabéis mejor que nadie, que solo por el tono de un artículo ya me caláis al instante. Mentiroso lo he sido desde niño, pero siempre con el éxito del ingenuo, y nací con un rabo de lagartija donde debe estar la columna, que si por tics y manías fuera me habría hecho rico.

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Más tarde llegaron la prensa deportiva y las agencias de diseño, que, para entendernos, es como pasar de jugar en los casinos de Las Vegas a esos antros de las películas en los que hay un gigante a la puerta que solo deja entrar a los más primos. Dentro te espera una colección de chinos cabrones que te despluma y hasta te deja seco si te quejas.

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Un día de esos, en una de esas noches de periodistas, se acabó mi gusto por perder a las cartas. Bueno, en realidad fue esa noche cuando perdí cualquier afición por nada que tenga que ver con los naipes.

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El caso es que un grupo de amigos periodistas se juntaba todas las tardes en una pequeña tasca de lo más profundo de San Blas, barrio castizo donde los haya, para jugarse el cafelito de después de comer. Yo, como siempre ingenuo, acudía encantado cada vez que podía para invitar a mis amigos mientras me dejaban perder. Las parejas estaban establecidas desde años, y tenían trofeos y pedigrí en las espaldas, que entre esas paredes el más tonto hacía relojes. Yo siempre hacía pareja con el último en llegar o el despistado, o con uno de los maestros que ese día estaba viudo y no le importaba pagar por una vez.

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Uno de ellos, Juanito, asturianin de pro y festivalero nato, me invitó en una de sus noches más señaladas. Cada año, a mediados de diciembre, viajaba a Luarca, su tierra, y se traía una mariscada descomunal que se convertía en un festín para los habituales del mesón. La velada no terminaba hasta el amanecer, porque después de la cena se jugaba al mus durante toda la noche para recibir la Navidad como Dios manda, con los boletos de lotería en juego.

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La invitación fue un honor y yo estaba entusiasmado. No tanto por la mariscada, que también, sino porque una noche de mus era para mí como la zanahoria para el burro. Llegó la fecha prevista y allí me presenté, con el mesón cerrado para el resto de los clientes, que esa noche era exclusiva para los doce comensales que habíamos tenido la suerte de ser invitados.

Nunca jamás en la vida he comido una mariscada como aquella. Y no creo que vuelva a comerla. Era como las bodas de Camacho. Langostas, centollas, bueyes, percebes, navajas, almejas, vieiras, gambas y, por encima de todo, las nécoras más increíbles que os podías imaginar, grandes como centollos, jugosas, deliciosas. Esas nécoras eran como un milagro. Les faltaba leer y escribir para ser perfectas. ¡¡¡Cómo nos pusimos!!! El ácido úrico se puso a mil por hora con ese carraspeo que anuncia que durante el resto del fin de año el cuerpo no será capaz de digerir más moluscos. Os lo aseguro, jamás en mi vida he disfrutado de un festín como aquel. ¡Fue una barbaridad!

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Después de la comilona, durante la que corrió el buen vino, salieron a pasear los licores y el café. Orujitos y coñac para asentar la digestión y una escoba en forma de puro para ayudar a bajarlo todo. Y entonces, entre fiestas y esa alegría tonta que solo se siente tras un buen atracón, el personal se vino arriba y se decidió, mientras yo miraba la escena anonadado y entre brumas, sin entender lo que sucedía, que en vez de jugarnos la lotería de Navidad, la pareja que menos victorias tuviera a las cartas a lo largo de la noche pagaría toda la cena.

Se me quitó la alegría de golpe. Aquello ya no tenía ninguna gracia. Esa mariscada podía costar bastante más de lo que yo ganaba en un mes. Ya estaba algo asustado solo de pensar en que tenía que pagar una doceava parte, como para pagarla entera. Y vistos los antecedentes, yo tenía todas las papeletas. ¿No habéis deseado nunca que el tiempo de marcha atrás? Pues yo rezaba con apremio para que hubiera un milagro y volviera al mediodía anterior, o fuera capaz de vomitarlo todo en perfecto estado de consumición, para pirarme de allí a la carrera y si te he visto no me acuerdo.

Pero ni milagro ni leches. Allí estaba cada oveja con su pareja, y delante de mí un tipo pequeñín, medio calvo y con unas gafas poderosas al que era la primera vez que veía y que se convertía en la otra víctima propiciatoria y mi extraña pareja de inmolación. Pero el individuo, después de mirarme de arriba abajo, me llevó a una esquina y me dijo muy tranquilo: “Tú limítate a sostener las cartas. No me pases señas salvo que te lo pida, no repliques envites, olvídate de los faroles, no te vengas arriba y déjame a mí. Si me haces caso, saldremos de ésta”.

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¡Y joder si salimos! El tipo era Pelé y Maradona juntos con los naipes en las manos. Ganaba de farol o con cartas. Se volvía imprevisible, mandaba con su vocecita pero también levantaba la voz y dominaba la mesa. Un fenómeno. Ganamos las tres primeras sobrados. Ya no podíamos ser los últimos. Yo le miraba fijamente, obnubilado, y durante muchas manos no tenía ni idea ni de las cartas que sujetaba, absorto en aquel tipejo que había elevado el mus a la categoría de arte. Y a partir de ese momento, cuando ya estábamos salvados y disfrutaba de la certeza de haber comido la mejor mariscada de mi vida por la cara, le pedí permiso para jugar a mi bola, y los dos disfrutamos muertos de risa mientras yo perdía con mis órdagos todo lo que el ganaba con sus envites. Y así, entre grandes y chicas, pares y juego, transcurrió mi última noche de cartas. En la que gané por primera vez en mi vida y fueron otros los primos que soltaron la guita.

Nunca más me he atrevido a jugarme ni un café. Veo las cartas y me sube del estómago un regusto a ribeiro rancio y amoniaco. A marisco malo. Mi relación con las cartas desde aquella noche de hace ya bastantes años, se ha limitado a las partidas familiares que sirven para matar la tarde de Navidad, mientras discutes de política y los niños quieren que les pongas otro capítulo de Bob Esponja.

Pero muchas veces me he acordado del Maradona del mus. Aquél tipo bajito, calvo y con los ojos escondidos tras unas gafas de cristal interminable, que rompía la linea con el siete de espadas, lanzaba bombas con el as de oros y se montaba en el caballo de bastos para arrasar la mesa y conquistar todas las yardas habidas y por haber.

Que esto del deporte está hecho para los jugones, y en el football americano estamos muy equivocados cuando dedicamos horas y horas de nuestra vida a analizar sistemas y coordinadores, plantillas y power rankings.

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Aunque nos cueste asumirlo, la NFL es como todos los deportes. Ni estrategias ni leches, ni sabios en la banda ni inventos. Los jugones salen al campo y marcan la diferencia. Y ya puede estar enfrente Rita la cantaora, que la mayoría de las veces el genio termina por imponerse. Y por mucho que vendamos a unos Giants rocosos, que los son, por ahí circulan una serie de tipos geniales, que llegado el momento te la lían. Y al final los Big Ben, los Manning, tengan el nombre que tengan, los Brady, los Matthews, los Peterson, Foster, y Watt, son los que terminan por desequilibrar. Y aunque imaginemos conversaciones profundísimas entre entrenador y quarterback, en esos concilios previos a la jugada decisiva del partido, la mayor parte de las veces lo único que sale de la boca del gran cerebro es un “venga chaval, sal ahí afuera y gana el partido como tú sabes”, o una frase similar.

Y el ejemplo más claro está en los Colts. Hace dos temporadas, con Peyton Manning a los mandos, récord 10-6 y a postemporada. En 2011, con Painter y compañía, 2-14 y gracias. Este año, con un Luck que está deslumbrando, 5-3 y la vista al frente hacia postemporada, con una plantilla que no se diferencia demasiado de la de los últimos dos años. La única gran diferencia está en que hubo y vuelve a haber un jugón. Y podemos darle las vueltas que queramos a todas las peonzas, pero más allá de cualquier esquema, está la inspiración de un grupo de mutantes.

A veces pensamos que la NFL es una ciencia. Me temo que esa no es toda la verdad. Al final, como sucede en cualquier deporte, los entrenadores, después de muchas horas de estudio, y de pasar noches y noches en vela dibujando líneas, cruces y círculos, terminan improvisando en el momento decisivo, dándole a su jugón la pelota y una palmada en el culete mientras le dicen: “gana este partido, que tú puedes hacerlo”.

(Hoy no hay ‘Una imagen, una frase’. Volverá en las próximas semanas, pero este domingo no pude ver prácticamente ningún partido más que el Dolphins-Colts y no me parecía de recibo hablaros de algo que no he visto).

mtovarnfl@yahoo.es / twitter: @mtovarnfl