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Broncos 29- Steelers 23

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Y Dios creo la option,

y vio que era buena

En el principio era el caos. Dioses y hombres se entremezclaban en un maremagnum de lucha y poder. Pero, con el tiempo, los dioses nórdicos, Señores del Acero, se apropiaron de un mundo, el de la NFL, y lo convirtieron en un lugar en el que campaban a sus anchas. Entonces, el Dios único, el señor de las cosas, decidió depositar en la tierra a su enviado. Le dejó solo, desnudo, pero le dio un gran poder. El poder de la option.

El enviado sufrió penalidades y protagonizó triunfos, pero ningún reto era comparable al que tendría que vivir el día en que se enfrentara a los dioses del acero. Seres salvajes y sin compasión que habían conquistado el universo en múltiples ocasiones. Pero Dios, que era bueno, decidió ayudar a su adalid y envió las plagas al cruce de los tres ríos, para que la batalla que se avecinaba estuviera más igualada.

Los primeros choques fueron terribles. Cruentos y agónicos. Tebow, el enviado, miraba impresionado el campo de batalla mientras los salvajes que tenía enfrente, melena al viento, solo eran capaces de sumar victorias parciales, pírricas, y veían cómo las heridas de su campeón, el brujo Big Ben, le impedían rendir a su auténtico nivel. Otras bajas, como la de los guerreros Mendenhall o Pouncey, eran cubiertas con mucho más éxito, pero lo peor de Ben no eran sus limitaciones, sino, sobre todo, su empeño por capitalizar el ataque de sus huestes cuando todo funcionaba mucho mejor en manos del imberbe Redman.

La batalla iba 6-0 y un viento divino cruzó las gradas del estadio. Una voz profunda, cautivadora, sonó en los oídos de Fox, el hábil estratega (increíble plan de juego el suyo de hoy) y en los de Tebow. “Hijos míos, insistid en la option. La defensa enemiga está cayendo en la trampa. Se precipitan hacia delante para frenar la carrera y están abriendo huecos gigantescos en su retaguardia”. Fox y Tebow se miraron, dieron gracias al cielo y, de rodillas, cantaron alabanzas al señor. “Aleluya, Aleluya. Gracias sean dadas al Altísimo, que todo lo sabe”. Y sacrificaron corderos y palomas torcaces. Y las dádivas agradaron al señor que decidió tocar el hombro de su enviado, para ayudarle a afinar la puntería de su arco, roto en batallas anteriores.

Y Tebow, iluminado por un halo de luz, reunió a los suyos y anunció que las trompetas divinas estaban a punto de sonar. Y que estuvieran preparados para la batalla que se avecinaba. Y tensó su arco. Y lanzó flechas envenenadas que se clavaron en el corazón de los héroes más afamados del ejército del acero. Y Polamaru fue alcanzado por varias saetas que le hicieron perder su mítico espíritu combativo. Y Eddie Royal plantó la bandera de los caballos alados en el corazón del enemigo. Y poco después, cuando la furia de Dios estaba alcanzando las cotas más altas, otra saeta del arco de Tebow alcanzó el estómago de Harrison el belicoso, que quedó saciado y ya no luchó con la misma ansia. Y el propio Tebow plantó otra bandera en el corazón del acero. Y las huestes terribles huían en desbandada, en busca de un descanso en el que lamerse las heridas y entender por qué sus dioses les habían abandonado.

Pero los dioses nórdicos estaban enfadados. Indignados por la intervención del Dios único, y también decidieron intervenir en la batalla. Inyectaron su espíritu en el tobillo dañado del su favorito, el mítico Big Ben, y dieron fuerza renovada a la línea de guardaespaldas que lo protegían para que evitarán las embestidas de Ayers y Dumervil, que estaban llevando por la calle de la amargura a sus rivales en las trincheras.

Por último, los dioses del acero aumentaron la fuerza y la velocidad del joven Redman, y explicaron a Ben que debía dejar gran parte de la batalla en sus manos, y que esa sería la única manera de sembrar el campo de cadáveres rivales.

La batalla se reanudó y desde entonces fue una carrera contra el Tiempo, dios juguetón que disfrutó como nadie del combate. Los señores de acero, angustiados, luchaban contra los elementos para intentar igualar la balanza mientras Tebow, agotado por los esfuerzos previos, reservaba sus fuerzas para el momento decisivo, e imploraba el retorno de su Dios. La ayuda de lo alto. La defensa de Pittsburgh seguía cayendo en la trampa de la option, esa estrategia que el altísimo había insuflado en sus favoritos, pero con más contención que en los primeros compases, sin caer en el engaño y forzando a sus enemigos a cometer errores graves, como la pérdida del estandarte que sufrió McGahee y que a punto estuvo de costarle la batalla al ejército de Fox.

El combate estaba en tablas, y los dos ejércitos se preparaban para el asalto final, cuando Tebow se fue aparte y se dirigió a su Dios: “Señor, yo no soy digno de tu favor. Pero sabes que me dejo la vida en cada embestida. Y que lo hago en tu nombre. Solo pienso en ti y mi vida está dedicada a difundir tu palabra. Por favor, mi Señor, ayudame a ganar este combate en tu nombre y anunciaré tu mensaje por años sin término”. Y mientras hablaba le caían lágrimas por las mejillas, que se transformaban en flores cuando tocaban el suelo, y esparcían su perfume por las gradas. Entonces Dios se apiadó de su hijo y le reveló el secreto de la vida eterna: “Hijo, no temas. Estoy contigo. Las nubes del cielo se abrirán y te mostrarán el camino. Y se fundamentará en el engaño. En la option. Cuando tú des un paso adelante, y las tropas enemigas se adelanten esperando una carga de caballería, envía al guerrero Thomas, para que atraviese los campos sin temor. Entonces tu debes dar un paso atrás sin dudar y lanzarás una saeta sin miedo. Yo la dirigiré para que destruya para siempre a tus enemigos. Haz como te digo porque así yo lo quiero”.

Y Tebow lo hizo. Y ganó la batalla. Y conquistó el corazón de todas las gentes que vieron como un hombre imperfecto, lleno de limitaciones, se convertía en instrumento divino y hacía la voluntad del que todo lo puede. Y así se convertía él también en perfecto, y llenaba las almas de esperanza.

Pero la guerra aún no ha terminado. En el reino de plata, donde gobierna el viejo Bill y su hijo predilecto, el bello Brady, Belichick ha mirado al dios de Tebow con los ojos inyectados en sangre. Levitando, lo ha maldecido y ha formulado los más horribles juramentos, retándole a que vuelva a intervenir en asuntos humanos, ahora que la batalla se celebrará lejos de las puertas del paraíso. El devorador de cerebros ya ha invocado al demonio y no se conformará con la victoria. Quiere la sangre virgen del paladín de Dios. Con ella fabricará la pócima que rompa la maldición que les ha hecho fracasar en las últimas postemporadas.

Y yo, simple cronista, aquí estoy para contaros tales maravillas, que aún no tienen explicación. Y para que nadie se equivoque, advierto de que ninguno de los extraños sucesos vividos horas atrás, hará que cambie mi opinión sobre el paladín Tebow y su forma de batallar. Lo que no impide que sienta una profunda admiración hacia alguien que es capaz de hacer tanto con tan poco.

Y aquí terminan las crónicas de lo que sucedió, para que nadie lo olvide hasta el final de los tiempos, y todos se edifiquen contando tales maravillas por los siglos de los siglos.

Amén.

mtovarnfl@yahoo.es / twitter: @mtovarnfl