Colores grabados a fuego (4ª parte)
Mi simpatía o antipatía por los considerados ‘dos grandes’ siempre ha dependido de factores que implicaban directamente al Valladolid. Me voy a remontar en el tiempo, como he hecho en los artículos anteriores de esta serie, para contaros una anécdota sucedida en el viejo estadio Zorrilla que pueda explicar esos sentimientos hacia el equipo merengue.
Mi primer ascenso lo viví con once años. Fue como ganar la Copa de Europa y el Mundial de fútbol a la vez. Quizá la alegría más grande de mi vida hasta ese momento. Ocurrió en la temporada 1979/80. El año anterior nos quedamos a un pasito del ascenso y, encima, el Valencia de Kempes y Bonhof nos eliminó in extremis, en las semifinales de Copa, en el mejor partido de fútbol que yo haya visto en mi vida. Un gol de Felman a diez minutos para el final nos dejó fuera tras un duelo vibrante y desigual entre un gallito de Primera y nosotros, pobres parias de Segunda.
La Real Sociedad era la sensación del momento. El año de nuestro ascenso había estado a punto de ganar la Liga y solo sufrió una derrota, ante el Sevilla, que fue clave para perder el título. Pero esa Real era una inspiración para un joven aficionado de equipo pequeño como yo. Protagonizó una revolución de los pequeños que me hizo soñar con que nosotros también podríamos conseguir algo así alguna vez.
La historia que os quería contar hoy sucedió en el último partido de Liga de nuestra primera temporada en Primera. Nosotros estábamos salvados, pero el Real Madrid llegaba al viejo Zorrilla obligado a ganar y necesitando que la Real perdiera en Gijón.
El Viejo Zorrilla ya tenía muy buenas entradas en Segunda, pero durante el primer año del equipo en Primera se llenaba cada domingo. El nuevo estadio ya se estaba construyendo para albergar partidos del Mundial de España, pero muchos sospechaban lo que luego sucedió: no es lo mismo ir a un campo dentro de la ciudad que hasta un estadio que esta en las afueras, demasiado lejos para ir andando. La realidad es que en Valladolid jamás ha habido tanto ambiente futbolero como en la temporada y media que el equipo jugó en la máxima categoría y en el viejo Zorrilla.
Así que aquella tarde no cabía ni un alfiler en el campo. Si el público de Valladolid ya lo llenaba, se le unieron las hordas blancas que llegaban con la esperanza de ver a su equipo proclamarse campeón. Sospecho que el club aprovechó la circunstancia para vender entradas de más. El público presenció el partido sentado en las escaleras, en las barandillas y en cualquier recoveco en el que se pudiera presenciar el juego, por muy incómodo que fuera.
Muchos revendieron sus localidades, por lo que la grada estaba muy dividida entre violetas y merengues. Yo empecé el duelo con el corazón dividido. La Real me gustaba, era un equipo pobre como el nuestro, pero era un niño y Stielike, Santillana y, sobre todo, Juanito, estaban entre mis jugadores favoritos. Los niños son muy sensibles a las gamberradas y Juan Gómez tenía como un imán que nos hipnotizaba. En el colegio manteníamos acaloradas discusiones sobre quién era el mejor centrocampista ofensivo del mundo: Juanito o Kevin Keegan. Y eso que jamás habíamos visto jugar a ninguno de los dos… aunque con nuestra imaginación habíamos disputado con ellos cientos de partidos completos.
Así que yo me mantuve en un estado de febril excitación en las jornadas previas a un partido en el que no nos jugábamos nada, solo por el ansia de ver jugar al de Fuengirola.
La Real se adelantó en El Molinón al poco de empezar el choque, pero poco antes del descanso el Sporting empató y Santillana adelantó al Madrid en Pucela. El Madrid llegaba campeón al descanso. Poco después del inicio de la segunda parte, Mesa volvía a marcar para el Sporting, pero Moré empataba en Valladolid y eso provocó que estallara el polvorín. Durante todo el partido las dos aficiones comenzaron a acumular detalles de hostilidad. El exceso de aforo provocó muchas discusiones, casi siempre entre aficionados locales, que defendían su asiento de toda la vida, y seguidores del Madrid que exigían sentarse en la localidad que habían adquirido. Luego, los merengues no vieron con buenos ojos que la afición pucelana animara con tanta intensidad a los suyos. El Pucela no se jugaba nada y los madridistas pensaban que en la ciudad castellana se animaría a su equipo. El problema es que en Valladolid siempre se ha mirado a Madrid con cierta rivalidad y no estaba tan claro eso de que quisiéramos que ganaran la Liga. Por último, el gol de Moré se celebró con una intensidad salvaje y eso terminó de enfadar a los madridistas. Yo tenía a mi lado a un tipo, con una bufanda blanca, que no paraba de despotricar de la mierda que era el estadio, de la mierda que era mi ciudad y de la mierda que le parecía todo… cuando poco rato antes había estado hablando de lo bueno que le había sabido el lechazo que se había comido antes de ir al estadio.
A falta de un cuarto de hora, Santillana volvió a adelantar al Madrid que, al poco, sentenciaba el partido con un gol de Stielike. A esas alturas yo sentía miedo. Aún no había cumplido los doce años, estaba sentado solo, en las escaleras, porque mi padre me colaba en la tribuna con mi carnet infantil, pero en un partido con tanto público no pudo sentarme a su lado y las discusiones e incluso peleas comenzaban a abundar. La grada del viejo Zorrilla se había incendiado con la tensión y el público de Valladolid, que llegó a partido sin favorito claro, empezaba a corear los nombres de Gorriz, Cortabarría o Zamora.
Fueron momentos de tremenda confusión. Los jugadores del Real Madrid seguían abrazándose pero no sabían muy bien lo que estaba pasando y preguntaban al banquillo qué sucedía. El madridista de la bufanda, histérico, me robó la radio para enterarse de las novedades. Cuando intenté recuperarla me dio un violento empujón que me tiró al suelo y se marchó con ella. Ni siquiera se molestó en devolvérmela tras enterarse de lo que pasaba. Yo lloraba desconsolado. Odié a ese aficionado, y a todo lo que representaba, como nunca lo había hecho en mi vida. Aún hoy, más de treinta años después, soy incapaz de sentarme a ver un partido del Real Madrid sin recordar al sinvergüenza que robó y pegó a un niño sólo para confirmar que no iba a ganar un título que vuelve a sus vitrinas con regularidad, mientras que yo no creo que lo cate en mi vida.
Desde entonces nunca he sido ni pro ni anti madridista. En algunas épocas he sentido simpatía por ellos, y en algunas otras no me han gustado, pero como os decía antes, nunca he sido capaz de sentarme a ver un partido de ese equipo sin recordar al tipo de la bufanda. Al que me robó el transistor. Al que pegó a un niño que reclamaba algo suyo. ¡Valiente hijo de puta!