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Colores grabados a fuego (2ª parte)


Antes de seguir con mi historia como tierno seguidor del Real Valladolid, os voy a contar la única anécdota significativa en la que se engarzaron de alguna manera mi afición por la NFL y el equipo de mis amores.

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Fue en 2003. En aquel momento aún no había partido de la NFL en Londres, así que yo hacía lo imposible para viajar a EEUU para ver uno de temporada regular. Me pasaba todo el año ahorrando y preparaba una expedición al otro lado del Atlántico que se convertía en el gran acontecimiento anual.

En 2003 viajé con mi hermano menor. Alguna vez escribiré un artículo contando las historias que nos sucedieron. Como adelanto, una muy breve. Un policía a caballo se metió con caballo y todo, sin descabalgar, dentro del bar próximo a Times Square en el que nos estábamos tomando unas birras. El policía dijo que había escuchado un clamor en las calles y que no aguantaba más. Quería enterarse de cómo iba uno de los partidos entre los Red Sox y los Yankees de unas series que han pasado a la historia del béisbol. Alguien le informó de que ganaban los de Boston y él lanzó un sonoro ¡¡¡hurray!!! mientras levantaba los brazos y todos los presentes le mirábamos estupefactos. Yo pensaba que esas cosas solo las hacía John Wayne, pero os aseguro que no fui capaz de cerrar la boca hasta mucho rato después. Lo más alucinante es que el cowboy salió del bar reculando, igual que el Duke abandonaba el rancho del malo en la escena mítica de ‘El Dorado’. Un grupo que quería entrar en el local tuvo que esperar mientras contemplaba el enorme trasero del jaco salir por la puerta. ¡¡¡Fue la leche!!!

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Pero la anécdota que os quería contar sucedió cuando no llevábamos ni cinco minutos en el aeropuerto internacional de Nueva York, tras bajar del avión. Como es tradicional, tuvimos que pasar el incómodo rito de aduanas, en el que entregas ese papel firmado que asegura que no has roto un plato en tu vida, aunque cuando te enfrentas al agente que te tiene que abrir la puerta al nuevo mundo te tiemblan las canillas como nunca.


Como os he contado alguna vez, yo hablo un magnífico inglés de Cigales que, para el que no lo sepa, consiste en vocalizar en español muy despacito, y muy alto, para que el de enfrente te entienda. Para facilitar la comprensión, lo ideal es convertir alguna palabra española en inglesa. Eso ayuda al de enfrente a meterse en el contexto de la frase. Por ejemplo, si estás en un restaurante y quieres un bistec, le dices al camarero: “¡¡¡¡¡Per-do-ne, plís!!!!! ¡¡¡¡¡Can yu gif mi guan chu-le-tón a la plach?!!!!!” Por supuesto, planch con vocal abierta y ché remarcada, para que no haya dudas. Ni grill, ni pollas, planch, que lo de grill no brota con la naturalidad requerida. Vamos, que ni se te ocurre. Y oye, el inglés de Cigales siempre me ha funcionado de maravilla. El tipo te mira, se marcha tranquilamente y te trae al poco el filetón solicitado, y con patatas.

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Así que ahí estaba yo, como un torero en la puerta de toriles, con el agente de aduanas esperándome, con sus dos pitones mirando al cielo y dispuesto a ensartarme, trincando la femoral y con varias trayectorias a ser posible. Pero yo sabía que mi inglés de Cigales es una gran muleta que siempre me saca del atolladero. Nunca falla.

El agente se parecía a Chuck Norris. Serio, malencarado, molesto y aburrido. Se arrancó como un obús hablando en perfecto inglés. Yo le respondí, tranquilamente, sin inmutarme, y a gritos: “¡¡¡¡Jelou. Can yu espiq in espanis, plis?!!!! ¡¡¡¡¡Ai can andestan nacin!!!!” El tipo me miró estupefacto e hizo lo que yo esperaba, lo que hacen todos: se puso a hablar español de Michigan, que, como imagináis, consiste en hablar inglés muy despacito, a gritos y convirtiendo palabros ingleses al castellano para ayudar con el contexto.

Y oye, a partir de ese momento nos entendimos de maravilla. Me preguntó qué iba a hacer en EEUU y le dije que quería ver un concierto de The Boss y un partido de los Giants. El tipo se mostró entusiasmado con el plan. Y más cuando le dije de carrerilla la formación de ataque completa de los de la Gran Manzana, con Collins, Tiki Barber, Toomer, Hilliard, Shockey…


Pero el momento mágico llegó cuando, de pronto, mira fijamente mi pasaporte unos segundos, levanta la vista e, inmediatamente, regresa al papel. “¡Hay Dios mío! ¡Me devuelven a España!” Pero no. El agente, que como os contaba se parecía a Chuck Norris, con unos brazos como mis muslos y pinta de abrir las nueces con la frente, me contempla con una sonrisa de oreja a oreja y dice algo muy parecido a lo siguiente:

-  ¿Valladolid?

-  Sí, sí, Valladolid.

-  ¡Great Pucela! Real Valladolid. Zorrilla Stadium.

-  ¡Coño, otro psicópata!

-  ¡White and purple! ¿Blancou y palplado se dice?

-  ¡Blanquivioleta, hombre! ¡Puceeeeeeeeeeeeela!

Y el cabrón, entusiasmado, me suelta de carrerilla los nombres de media plantilla: “Bizarri, Peña, Marcos, Torres Gómez, Julio César…” ¡Se sabía hasta Makukula!

Yo ahí ya no pude retenerme más. Alcé los brazos y me fundí con él en un tremendo abrazo castellano. Chuck con su español de Michigan y yo con mi inglés de Cigales. Un equipo del montón (que aquel año terminó descendiendo a Segunda) de un país al otro lado del Atlántico, pero que para un agente de aduanas de Nueva York era una pasión incomprensible. Ni Madrid, ni Barcelona. Real Valladolid Deportivo.

¡Somos de siempre y lo llenamos todo!

Mañana más.