En esta vida hay cosas que no se perdonan. Curiosamente, el deporte acumula una gran cantidad de ellas. A uno le pueden despedir del trabajo, humillar en su vida personal, poner unos cuernos como los del padre de Bambi, pero al final, los grandes rencores, los que nos persiguen durante toda la vida, terminan siendo los deportivos.
Ya os lo he contado en alguna ocasión. El hombre es capaz de cerrar etapas, cambiar de trabajo, de pareja, de lugar de residencia… pero nunca, nunca, nunca, dejará de llevar en el corazón al equipo de sus amores. Puede desentenderse de él, incluso abandonarlo durante largos periodos de tiempo, pero antes o después volverá al redil. Y sufrirá taquicardias en los minutos finales, angustia en las desgracias y una alegría desproporcionada en la victoria. Es irracional, incluso ridículo. El devenir de unos colores tiene una influencia nula en la vida diaria, pero el hombre es incapaz de resistirse a esa atracción absurda.
Por eso, muchos de los acontecimientos que más recordamos tienen que ver con nuestro equipo favorito. El primer día que pisamos el estadio, el primer autógrafo de un jugador, cuando fichamos a fulanito o conseguimos derrotar a menganito, aunque llegáramos como víctimas. Porque la locura de amor por unos colores nos lleva a hablar como si nosotros mismos hubiéramos estado en el campo, protagonizando la hazaña: “hemos ganado a…”, “os hemos dado una paliza”, “cada vez jugamos mejor”. Siempre hablamos en primera persona, porque nos sentimos actores de algo que nos pertenece.
Muchas veces me habéis preguntado cuál es mi equipo. Siempre os he respondido que soy de jugadores y que cada año cambio mis afectos, según va evolucionando la competición en la NFL y una historia personal se gana mis simpatías. En realidad os he mentido. Soy y seré siempre de mi Pucela. Real Valladolid Deportivo. Corazón albivioleta y alma de sufridor. Un amor tan exigente me impide ceder demasiado apego a ningún otro color. Siempre me ha sorprendido descubrir a gente que es de un equipo de fútbol, de otro de baloncesto, de la NFL, de la NBA, de la MLB, la NHL, la XYZ o la puñetera sigla que sea, y de todos, a lo bestia. Soy monógamo y no lo puedo evitar. Más allá del Pucela todo es contingente, sea del deporte que sea.
Mi padre comenzó a llevarme al viejo estadio José Zorrilla, que estaba más o menos donde se ubica ahora el Corte Inglés, cuando yo tenía unos cinco años. A principios de los 70’. El Pucela estaba en Segunda, como siempre, y cada año se quedaba a las puertas del ascenso. El bueno era Cardeñosa, que estaba a punto de marcharse al Betis y el chau chau del estadio era que sin él bajaríamos de categoría. Por suerte, Landáburu tomo el relevo como líder del equipo y se fichó a Antón del Valencia, que ese sí que era un currante.
A mí el fútbol no me interesaba demasiado. Era muy pequeño y el cabezón de los de delante no me dejaba ver nada. Si me subían a hombros, los de detrás se quejaban del puto niño. Pero a mí no me importaba quedarme sin ver nada. Mi abuelo, el de los caracoles del que os hablé alguna vez, traía una gran bolsa llena de pipas y manises. Eso era lo que más me gustaba del fútbol. Comer pipas. Creo que esa ha sido siempre una de las motivaciones de los niños para aficionarse al deporte. Las pipas.
El otro aliciente era sentirse mayor. “Mamá, me voy al fútbol con papá y el abuelo”. Y pensaba para mí: “con dos cojones”. “Cinco años y ya soy del Pucela. Qué deprisa pasa la vida”.
Así que ahí estaba yo, cada dos domingos, con mi padre, mis abuelos y mis pipas. Sin ver una mierda y sin que me importara demasiado. Ese era el lugar en el que tenía que estar y, cada vez que mi Pucela marcaba un gol, yo pegaba saltos de alegría, gritaba eufórico, miraba hacia el césped para ver si me enteraba de algo y volvía tranquilamente a mis pipas. Un rito memorable. Un gran acontecimiento en la memoria de un niño.
Mis partidos favoritos eran los del trofeo de verano. No íbamos a la tribuna, sino a la general, de pie, porque estaba fuera de abono y era más barato, pero yo lo prefería. Me sentaban sobre una de las barras anti avalancha ¡y veía el campo! El otro aliciente era que venían a jugar equipos de Primera división. El Valencia de Kempes (Bonhof, que era el que a mí me gustaba, llegó más tarde), el Español de Marañon, incluso el Dinamo de Kiev o el Boca Juniors. Yo miraba el césped con ojos como platos. Y me encantaba cómo la luz artificial le daba un tono irreal, casi fosforescente. Estaba recién instalada. “Para iluminar el ascenso”, decían. No podía comer pipas, porque me caía de la barra, pero veía los goles, el balón circular, y la intensidad con que la afición seguía cada lance del juego. Desde entonces siempre me ha gustado observar a los aficionados en los acontecimientos deportivos. Los rostros desencajados, emocionados, ansiosos y estallando de alegría, son uno de los grandes alicientes del espectáculo.
Porque tengo que confesar que en Valladolid, espectáculo poco. Mi Pucela era un eterno equipo de Segunda. Gallito de la categoría, pero siempre a un escalón del ascenso. Al final nos quedábamos fuera en la última jornada, por culpa del Sporting, del Betis, del Racing o del Málaga. Los aficionados de equipos grandes nunca han entendido cómo siente el fútbol un aficionado de un equipo mediocre. Es un amor más sincero. En el que todo se perdona, se aceptan los defectos y se asume que son más las tristezas que las alegrías. En mi infancia nunca me interesó la Primera División. Ni el Madrid, ni el Atleti, ni el Barcelona, ni ninguno de los grandes. No sabía cómo iba la clasificación ahí arriba, pero me sabía de memoria la plantilla del Rayo, del Hércules y del Castellón. Sabía que un argentino que se llamaba Valdano jugaba en el Alavés, y había que tener cuidado con él porque aunque parecía un poco descoordinado se hinchaba a meter goles. Y podía recitar de memoria la clasificación de Segunda tras cada jornada, los próximos partidos y el sursum corda. La vida se vivía con intensidad en la segunda planta, lejos del ático.
En mi Pucela había entrenadores como Héctor Núñez. A mí me encantaba cuando todo el estadio gritaba “Heeeeeeeeectooooooooor, Heeeeeeeeectooooooooor”… “Papá, ¿por qué gritamos Héctor?” No me atrevo a reproducir lo que me respondía mi padre. (EDITADO: una de las cosas que decía mi padre, era que se lo gritaban porque era la canción con que le despertaban en casa por la mañana. Yo entonces no entendía la broma, pero no he olvidado el comentario repetido tantas veces).
Otra de las cosas que me gustaba del fútbol era el viejo estadio José Zorrilla. Al final del Paseo de Zorrilla, casi enfrente de la plaza de toros, junto a la Hípica. “¡¡¡Qué bestia!!! ¡Ha mandado el balón a la Hípica!” “¡Y si me apuras, al Pisuerga!”, decían cuando un patadón sacaba la pelota del estadio, algo bastante frecuente. Parecía un campo inglés, con gradas muy pequeñas y columnas molestas, que impedían ver bien el césped, y asientos de hormigón. Los fondos iban creciendo con gradas supletorias, que subían hasta el cielo para mis ojos de niño. Aún no había vallas, así que la chiquillada pagaba entradas de general de los fondos, saltaba al centro del campo para saludar a los jugadores antes del comienzo del partido, y luego se colaba en la tribuna para ver el partido sentada. Las líneas del campo estaban casi pegadas al público y los linieres seguían la acción desde dentro del campo temiendo llevarse un paraguazo del público indignado. Porque otra cosa que descubrí desde muy pequeño fue que todos los árbitros del mundo eran unos hijos de puta, o al menos eso era lo que decían de todos ellos quienes me rodeaban. Algunas veces todo el estadio se ponía de acuerdo y clamaba al unísono: “Hi-joooo de Puuu-ta”. Pero aquellos tipos de negro estaban acostumbrados y ni se inmutaban. Es más, seguían haciendo barrabasadas sin preocuparse mientras eran sus linieres los que se llevaban la peor parte, huyendo aterrorizados de las zonas más agresivas de la banda.
Os confieso que esta historia es parte de la introducción de un artículo en el que iba a hablar de football americano, pero se me ha ido la mano y me he quedado con las ganas de seguir contando como fueron mis primeros años como seguidor del Pucela, así que, si no os importa, seguiré con la historia en futuras entregas, a no ser que os haya aburrido demasiado.
mtovarnfl@yahoo.es