NewslettersRegístrateAPP
españaESPAÑAchileCHILEcolombiaCOLOMBIAusaUSAméxicoMÉXICOusa latinoUSA LATINOaméricaAMÉRICA

Crónica de mi batalla contra una gran dama


Este artículo no tiene nada que ver con el football americano. Es una crónica de la aventura ciclista que viví el pasado sábado, y que quería compartir con vosotros. Lo aviso con tiempo para que los que solo están interesados en leer lo que escribo sobre la NFL se ahorren apretar el enlace de ‘continuar leyendo’.

Ampliar

La Sierra de Madrid es una pincelada en medio de la nada. Un error de cálculo que rompe la meseta, pero que no tiene la grandiosidad de los Pirineos, la juventud salvaje de Picos de Europa o la soberbia coqueta de Sierra Nevada. Está ahí, en medio. Ni vieja ni joven, ni muy alta, ni muy grande, ni grandiosa, ni salvaje, ni soberbia… Casi nadie la hace caso. Muchos, muchísimos madrileños, ni se dignan a mirarla, a pesar de que la tienen a muy pocos kilómetros y que solo necesitan levantar un poco la vista para hacerlo. No saben que ella, en su humildad, esconde infinidad de secretos que merecen ser descubiertos.

Siempre he sido un enamorado de los Picos de Europa. Desde mi infancia he pasado los meses de vacaciones en Asturias o en León y cuando llegué a vivir a Madrid desprecié, durante mucho tiempo, la mediocridad de la Sierra, en una comparación absurda e innecesaria. Pero un día me enamoré de ella. Ni muy alta, ni demasiado exuberante, pero con curvas suficientes como para hacer feliz al amante más fogoso.

Ampliar


Llevo algún tiempo recorriendo España en busca de marchas maratonianas llenas de desniveles. Pruebas que excitan nuestra imaginación y nos convierten durante unas horas en héroes desconocidos. Muy poca gente entiende la ilusión con que nos buscamos en una lista infinita de participantes, para descubrir que hemos llegado de los últimos aunque nos sentimos como los primeros. En ese engaño, que no es tal, nos apoyamos para volver a subir a una bicicleta y preparar el siguiente reto. Otra prueba, en otro lugar, en la que nos adelantará la mayoría pero seremos los primeros en la meta.

Ampliar

Siempre me ha dado pena que Madrid no tenga una prueba de ese estilo. Una maratón de las que quitan el sueño en las noches previas, que se acomete con la duda de si llegaremos vivos y que nos hace mejores solo por intentar completarla. En mis entrenamientos llevo mucho tiempo mirando a la Sierra, convencido de que su humildad es fingida. De que solo hay que rascar un poquito para encontrar su lado más salvaje, más grandioso, más soberbio. Por eso decidí que el día 7 de mayo subiría todos los puertos de la Cuerda Larga, el collar de perlas que brilla con más fuerza entre tantos picos, de la Bola del Mundo a la Najarra, unos pocos kilómetros de perfección indomable.

Lancé el reto y algunos pocos lo aceptaron. Tal vez no impresione como otras cordilleras, pero cuando miras a la Sierra de Madrid a los ojos, dejas de despreciarla y empiezas a temerla. Parece una chica fácil pero es un diablo, como descubriréis durante la lectura de esta historia.

Ampliar


El sábado me levanté a las 5:30 de la mañana. Me asomé a la ventana. Colmenar Viejo estaba seco. Pocos minutos después comenzó a llover con fuerza salvaje, incansable. Mi mujer se levantó: “¿pero dónde vas? ¿Estás loco?”. “Cariño, yo he retado a la Sierra y ella tiene derecho a defenderse. Así es la guerra”.

Ampliar

A las 7, aún de noche, llovía a mares. Yo atravesaba las calles del pueblo, convertidas en ríos, dando mis primeras pedaladas en busca de Juanma, Miguel y Pedro, los últimos aventureros después de una tarde noche de viernes plagada de disculpas. Les saludé. No los conocía personalmente. Inmediatamente nos metimos en un coche para esperar a que el diluvio agotara su fiereza. Pero nuestra esperanza no se cumplió. Pasaban los minutos y el grifo no se cerraba. Después de mucho cavilar, decidimos emprender la ruta a las 7:30.

Ampliar

Los problemas continuaron incluso antes de arrancar. Uno de los pistones del freno trasero de la bici de Pedro saltó al intentar montar la rueda. Desolado, anunció que no podía salir. No habíamos empezado y ya teníamos una baja. ¡Qué desastre!


También tuvimos que cambiar los primeros kilómetros de la ruta. El río Manzanares estaba desbordado e intentar atravesarlo parecía insensato. Los primeros cinco kilómetros, hasta la Cañada Real, los tuvimos que hacer por carretera. Ya en la Cañada, Camino de Santiago, la suave subida, que pensábamos usar para calentar, se convirtió en pesadilla bajo un aguacero que se negaba a dar un respiro. El GPS llevaba loco desde la salida. No llevábamos ni diez kilómetros y estábamos calados hasta los huesos, helados de frío, humillados. Granizos como canicones se acumulaban en los lados del camino que parecía nevado en uno de los peores días del invierno. ¡Menos mal que retrasamos media hora la salida! Esa granizada hubiera terminado con nosotros sin remisión. Llegamos a la pequeña cima desde la que se ve todo el Embalse de Santillana, Manzanares el Real y el Yelmo presidiendo la Pedriza, cerrando la puerta de nuestro primer objetivo. La niebla y la lluvia estropearon la grandeza del paisaje, pero aumentaron la épica. La tromba, salvaje, se suavizó un poco y nos lanzamos a la conquista del Collado de los Pastores con algo más de ánimo.

Ampliar

A los pocos kilómetros nos cruzamos con una familia de jabalíes, que atravesaron la carretera asustados a nuestro paso. Algo más arriba le tocó el turno a un grupo de perdices. El ritmo de subida era bueno. La lluvia caía pero con menos fuerza. Nos sentimos más animados, aunque la intensa niebla nos impedía disfrutar de uno de los grandes alicientes de la aventura: el paisaje. La Sierra, coqueta, se negaba a mostrarnos su belleza. Nosotros, resignados, no nos rendíamos. Llegamos a la cima y ahí apareció un nuevo enemigo: el viento. Llevábamos ropa bastante veraniega, confiando que los manguitos y le chubasquero serían suficiente protección durante la ruta. ¡Tremendo error! Tuvimos que ponernos todo el abrigo que teníamos para seguir subiendo hasta la Nava. Pensábamos aterrorizados en la bajada. Si teníamos frío subiendo, el descenso sería un infierno.

Ampliar


Pero ese problema llegaría después. Ascendíamos regulando, sin apretar, pero a buen ritmo. Enseguida aparecieron cabras montesas entre la niebla y la lluvia. Eran como fantasmas. Surgían y se esfumaban. Corrían a los lados del camino huyendo hacia la cima, sin entender que ese era también nuestro objetivo. Nos acompañaron durante casi toda la subida. La cima fue decepcionante. La Nava es un camino que termina a tiro de piedra de las Cabezas de Hierro. Cuando llegas al final, el cuerpo te pide sentarte a disfrutar de un paisaje indescriptible. La Pedriza vista desde arriba, el valle, y cientos de kilómetros de llano interminable. El sábado, en la cima, ni siquiera se veía lo que había a cinco metros. La lluvia volvía a caer con cierta fuerza y nos preguntamos qué hacíamos allí, en un camino a ninguna parte.

Ampliar

Parece una exageración, pero fue un momento muy duro para nosotros. Un golpe psicológico. Miguel describió perfectamente la situación. Es un tipo callado, serio y peculiar, de esos que solo abren la boca cuando hay algo muy importante que decir. Por eso sonó mucho más crudo cuando sentenció “yo no estoy disfrutando” mientras se limpiaba la cara de lluvia e intentaba escrutar entre la niebla.


La bajada fue terrible. Algunos dicen que lo mejor de subir un puerto es la bajada de después, pero no hay nada más duro sobre una bicicleta que descender un puerto con frío. Pierdes la sensibilidad en los pies y el tacto en las manos. Tiemblas convulsivamente, sin poder evitarlo, apretando los frenos sin control y sintiendo pinchazos mientras la lluvia te golpea. Tuvimos que quitarnos las gafas porque no veíamos nada, así que el barro y el agua se nos metía en los ojos. La Pedriza es un puerto que se baja a tumba abierta. Nosotros lo hicimos con tacto y un cuidado extremo. Rezando por cruzar el puente que cruza el Manzanares y que avisa de que el final está cerca. ¡Prefiero subir cualquier puerto que volver a bajar en las condiciones en que lo hice el sábado!

Llegamos a Canto Cochino y entramos en uno de los bares para intentar recuperarnos. ¡Cómo nos vería el encargado que se fue corriendo a encender la chimenea para que entráramos en calor! Juanma temblaba mientras sujetaba los calcetines con la punta de los dedos y los arrimaba al calor de hogar. Miguel, silencioso, le miraba preocupado. Yo veía que les perdía. Pero no podía decir nada. Llevaba botines, maillot fino pero de manga larga, culotte pirata y una braga en el cuello. Ellos no. Parece poca diferencia, pero en esas circunstancias era mucho.

Ampliar

Estuvimos media hora pegados a la chimenea, pensando. La lluvia se volvió calabobos, pero el cielo no se aclaraba. Reiniciamos la marcha, subimos juntos Quebrantaherraduras pero allí nos separamos. Juanma seguía aterido. Continuar era absurdo. Nos abrazamos y nos citamos para la siguiente aventura. ¡¡¡Hasta luego, cracks!!!

Ampliar

Salí por la portilla de la Pedriza y me encontré con un perro que me había mordido una semana antes, durante un entrenamiento. El dueño me reconoció y sujetó a la bestia, que ya venía lanzada a comerme. Pocos metros más allá, un arroyo que no suele cubrir más de unos dedos se había convertido en un río furioso. Estaba obligado a cruzarlo. Dar la vuelta significaba alargar el trayecto bastantes kilómetros. Me armé de valor e intenté cruzar montado, esperando que la fuerza de tracción pudiera más que la de la riada, pero el agua me cubría casi hasta el manillar. Me caí con todo el equipo. Rebozado como una croqueta. Menos mal que pude soltarme los pedales a tiempo, agarrar la bici, y salir del torrente sin más daño. Media hora secándome y estaba más empapado que nunca. Dos meses animando a la gente y viajaba completamente solo. Subí a la bicicleta y comencé a dar pedales cansinos en una lenta subida hasta Mataelpino. Dejó de llover e incluso salió el sol durante unos pocos minutos, pero fueron los peores de todo el recorrido. El desánimo me podía. La Sierra me tenía casi vencido.

Ampliar


Decidí subir Maliciosa y Barranca. En la cima decidiría si me volvía a Colmenar o me lanzaba a por todas. Mi idea era entrar en Mataelpino por arriba y llegar a Vista Real por el bosque de jaras, ahora en flor, pero seguía chorreando y desanimado, así que bajé a la carretera e hice un tramo por asfalto para terminar de recuperar.

Me lancé a subir el embalse de la Maliciosa con muy buenas sensaciones y las piernas bastante frescas. Me sorprendió encontrarme tan bien y ascendí cómodo y sin agobios el primer kilómetro y medio. Superé la primera rampa del 24% con cierta comodidad, pero al intentar saltar el escalón que te introduce en un infierno de 50 metros al ¡¡¡32%!!! perdí tracción y tuve que poner pie a tierra. En ese punto es imposible volver a montar, así que ascendí los 300 metros más duros del puerto arrastrando la bicicleta por un camino que nunca baja del 20%. En el primer descanso que hay, volví a subirme a la bici y coroné, aunque con la sensación de haber hecho trampas. Seguía sin llover y el viento se había calmado, aunque el cielo, otra vez ennegreciéndose, anunciaba nuevos disgustos.


Tras una corta bajada comencé a subir la Barranca, quizá el puerto más bonito de toda la Sierra. Una joya escondida, detrás de un sanatorio abandonado y en un valle disimulado para quien no llega con intención. La puerta de atrás hacia la Bola del Mundo. Un secreto que todos debéis descubrir. Es un puerto muy duro, con un porcentaje muy alto y sin descansos, que culmina con un último kilómetro demoledor. Justo en ese kilómetro volvió a llover con ganas, pero me sentía fuerte, las piernas respondían y decidí lanzarme a completar mi aventura.

Bajé la Barranca, llegué al Ventorrillo y me lancé contra Navacerrada a muy buen ritmo. En la salida de la Pedriza llevaba hora y media de retraso sobre el plan previsto, pero ya había recuperado casi media hora en muy pocos kilómetros.

La alegría dura poco en la casa del pobre. A la altura de la Fuente de los Geólogos, a un kilómetro de la cima, volvió a llover con intensidad y grandes goterones. El cielo estaba negro y los truenos se escuchaban cada vez más cerca. Cuando llegué a la cima firmé una claudicación que me dolió en el alma. Renuncié a subir hasta la Bola del Mundo. El cielo estaba negro, jarreaba otra vez con fuerza y el camino de cemento se perdía a los pocos metros en un mar de niebla. Lo confieso, no me atrevía. Estaba solo y aquello era un infierno. No me arrepiento. Creo que hice lo correcto.


El cielo estaba tan negro que encendí las luces que llevaba por si se me hacía de noche. Me daba miedo que en el trayecto por asfalto hasta el Puente del Perdón algún coche no me viera y se me llevara por delante. Fui tranquilo hasta Cotos con la intención de lanzarme a tumba abierta en la bajada y seguir recuperando tiempo. Además, volvió a parar la lluvia. Pero la Sierra seguía empeñada en demostrarme su grandeza, en ponerme piedras en el camino. En la segunda curva de bajada el freno trasero comenzó a chirriar sin descanso. Paré para ver la avería y descubrí que con el roce del agua el disco se había comido totalmente una de las pastillas. El pistón había salido tanto que se había desencajado y era imposible volver a ponerlo en su sitio. No tenía repuestos. Tendría que bajar Cotos, Morcuera y la Olla sin frenos traseros y con un chillido ensordecedor.

Chapuceé el problema como pude para intentar que el pistón no saltara del todo y ya no pude tocar la maneta trasera en todo el recorrido. Mi objetivo de bajar a toda velocidad se convirtió en una lenta caída hasta el Paular, tirando de las riendas de la bicicleta para que no se embalara. Cuando terminaba la bajada un coche se puso a mi altura y comenzó a darle al claxon. Me detuve para ver qué quería. Viajaban un sacerdote joven y una monjita ya entrada en años.

- “Perdona ¿Nos puedes decir cómo se llega a la Ermita de Begoña?”

- “¿Pero de dónde vienen ustedes?”

- “De Las Rozas”.

- “¿Y vienen por Navacerrada para ir hasta Miraflores?”


Les indiqué el camino, convencido de que volverían a perderse. 60 kilómetros de más para hacerle una romería a la Virgen en mayo. Como os he contado, la Sierra parece una niña pequeña e ingenua, pero es retorcida, coqueta, y le gusta gastar bromas pesadas. Y, por supuesto, no acepta la competencia de otra mujer.

La subida de la Morcuera fue casi un descanso, después de una bajada incómoda sin frenos. Salió el sol durante unos pocos kilómetros, e incluso hizo un poquito de calor. Pero a la altura del desvío de la Cascada del Purgatorio, el cielo se volvió negro en unos pocos minutos y comenzó la tormenta más salvaje de todo el día, brutal, que me acompañó en los últimos kilómetros de subida y durante toda la bajada, primero por el pinar y más tarde por el robledal de Miraflores que tanto inspiró a Vicente Alexandre. Ese descenso volvió a ser tan terrible como el que había vivido por la mañana, en la Pedriza. Tenía las manos y los pies helados. Además el viento arreciaba en contra, y con fuerza. En Jacaranda, sin frenos, chorreando de nuevo, después de otro descenso peligroso con las zetas de la Morcuera convertidas en un reguero, decidí no lanzarme a por la Olla de San Blas. Se repetía lo sucedido antes en la Bola del Mundo. Era jugarse la vida.


Así que bajé hasta Soto del Real mientras el cielo se abría, dejaba de llover y un sol de tarde se abría paso entre las nubes. La Sierra, mujer al fin y al cabo, dejó de luchar cuando yo paré de acosarla y se iluminó, complaciente, para mostrarme solo unas gotas de su belleza. Volvía a Colmenar con esa sensación agridulce que dejan las mujeres después de una cita de amor, mientras veía el sol, ya cayendo, reflejándose en el embalse de Santillana, y dejando escapar rayos de luz, como una melena blanca, entre las rocas en equilibrios imposibles de la Pedriza.

El domingo, el sol, radiante, iluminaba toda la Sierra. Ella se reía me mí, caprichosa. Había conseguido que el día que elegí para mi aventura fuera el de peores condiciones climáticas desde el invierno. Pasé el día después con mi mujer y mis hijos, en Miraflores de la Sierra. Comimos unos caracoles, contemplamos el tronco del álamo negro, empeñado en resucitar con esas ramas verdes que crecen en su cima, y visitamos a la Virgen de Begoña, en recuerdo del curita y la monja perdidos del día anterior. Después, cenamos una hamburguesa de pollo en Soto. Creo que me lo merecía.


161 kilómetros de los 190 previstos, 4.600 metros de desnivel de subida acumulado (500 menos de los planificados), 11:23 sobre la bici, 13:15 de puerta a puerta y 14 km/h de media por culpa de unos frenos desgastados. La batalla ha terminado en tablas.

La Sierra no lo sabe, pero ahora, más que nunca, estoy ansioso por poseerla. Esta historia no se ha acabado todavía. Ella y yo quedamos citados para dentro de un año, por estas fechas, dos semanas antes del Solpao… o quizá antes.