Crónica de mi batalla contra una gran dama
La Sierra de Madrid es una pincelada en medio de la nada. Un error de cálculo que rompe la meseta, pero que no tiene la grandiosidad de los Pirineos, la juventud salvaje de Picos de Europa o la soberbia coqueta de Sierra Nevada. Está ahí, en medio. Ni vieja ni joven, ni muy alta, ni muy grande, ni grandiosa, ni salvaje, ni soberbia… Casi nadie la hace caso. Muchos, muchísimos madrileños, ni se dignan a mirarla, a pesar de que la tienen a muy pocos kilómetros y que solo necesitan levantar un poco la vista para hacerlo. No saben que ella, en su humildad, esconde infinidad de secretos que merecen ser descubiertos.
Siempre he sido un enamorado de los Picos de Europa. Desde mi infancia he pasado los meses de vacaciones en Asturias o en León y cuando llegué a vivir a Madrid desprecié, durante mucho tiempo, la mediocridad de la Sierra, en una comparación absurda e innecesaria. Pero un día me enamoré de ella. Ni muy alta, ni demasiado exuberante, pero con curvas suficientes como para hacer feliz al amante más fogoso.
Siempre me ha dado pena que Madrid no tenga una prueba de ese estilo. Una maratón de las que quitan el sueño en las noches previas, que se acomete con la duda de si llegaremos vivos y que nos hace mejores solo por intentar completarla. En mis entrenamientos llevo mucho tiempo mirando a la Sierra, convencido de que su humildad es fingida. De que solo hay que rascar un poquito para encontrar su lado más salvaje, más grandioso, más soberbio. Por eso decidí que el día 7 de mayo subiría todos los puertos de la Cuerda Larga, el collar de perlas que brilla con más fuerza entre tantos picos, de la Bola del Mundo a la Najarra, unos pocos kilómetros de perfección indomable.
Lancé el reto y algunos pocos lo aceptaron. Tal vez no impresione como otras cordilleras, pero cuando miras a la Sierra de Madrid a los ojos, dejas de despreciarla y empiezas a temerla. Parece una chica fácil pero es un diablo, como descubriréis durante la lectura de esta historia.
A las 7, aún de noche, llovía a mares. Yo atravesaba las calles del pueblo, convertidas en ríos, dando mis primeras pedaladas en busca de Juanma, Miguel y Pedro, los últimos aventureros después de una tarde noche de viernes plagada de disculpas. Les saludé. No los conocía personalmente. Inmediatamente nos metimos en un coche para esperar a que el diluvio agotara su fiereza. Pero nuestra esperanza no se cumplió. Pasaban los minutos y el grifo no se cerraba. Después de mucho cavilar, decidimos emprender la ruta a las 7:30.
Los problemas continuaron incluso antes de arrancar. Uno de los pistones del freno trasero de la bici de Pedro saltó al intentar montar la rueda. Desolado, anunció que no podía salir. No habíamos empezado y ya teníamos una baja. ¡Qué desastre!
A los pocos kilómetros nos cruzamos con una familia de jabalíes, que atravesaron la carretera asustados a nuestro paso. Algo más arriba le tocó el turno a un grupo de perdices. El ritmo de subida era bueno. La lluvia caía pero con menos fuerza. Nos sentimos más animados, aunque la intensa niebla nos impedía disfrutar de uno de los grandes alicientes de la aventura: el paisaje. La Sierra, coqueta, se negaba a mostrarnos su belleza. Nosotros, resignados, no nos rendíamos. Llegamos a la cima y ahí apareció un nuevo enemigo: el viento. Llevábamos ropa bastante veraniega, confiando que los manguitos y le chubasquero serían suficiente protección durante la ruta. ¡Tremendo error! Tuvimos que ponernos todo el abrigo que teníamos para seguir subiendo hasta la Nava. Pensábamos aterrorizados en la bajada. Si teníamos frío subiendo, el descenso sería un infierno.
Parece una exageración, pero fue un momento muy duro para nosotros. Un golpe psicológico. Miguel describió perfectamente la situación. Es un tipo callado, serio y peculiar, de esos que solo abren la boca cuando hay algo muy importante que decir. Por eso sonó mucho más crudo cuando sentenció “yo no estoy disfrutando” mientras se limpiaba la cara de lluvia e intentaba escrutar entre la niebla.
Llegamos a Canto Cochino y entramos en uno de los bares para intentar recuperarnos. ¡Cómo nos vería el encargado que se fue corriendo a encender la chimenea para que entráramos en calor! Juanma temblaba mientras sujetaba los calcetines con la punta de los dedos y los arrimaba al calor de hogar. Miguel, silencioso, le miraba preocupado. Yo veía que les perdía. Pero no podía decir nada. Llevaba botines, maillot fino pero de manga larga, culotte pirata y una braga en el cuello. Ellos no. Parece poca diferencia, pero en esas circunstancias era mucho.
Estuvimos media hora pegados a la chimenea, pensando. La lluvia se volvió calabobos, pero el cielo no se aclaraba. Reiniciamos la marcha, subimos juntos Quebrantaherraduras pero allí nos separamos. Juanma seguía aterido. Continuar era absurdo. Nos abrazamos y nos citamos para la siguiente aventura. ¡¡¡Hasta luego, cracks!!!
Salí por la portilla de la Pedriza y me encontré con un perro que me había mordido una semana antes, durante un entrenamiento. El dueño me reconoció y sujetó a la bestia, que ya venía lanzada a comerme. Pocos metros más allá, un arroyo que no suele cubrir más de unos dedos se había convertido en un río furioso. Estaba obligado a cruzarlo. Dar la vuelta significaba alargar el trayecto bastantes kilómetros. Me armé de valor e intenté cruzar montado, esperando que la fuerza de tracción pudiera más que la de la riada, pero el agua me cubría casi hasta el manillar. Me caí con todo el equipo. Rebozado como una croqueta. Menos mal que pude soltarme los pedales a tiempo, agarrar la bici, y salir del torrente sin más daño. Media hora secándome y estaba más empapado que nunca. Dos meses animando a la gente y viajaba completamente solo. Subí a la bicicleta y comencé a dar pedales cansinos en una lenta subida hasta Mataelpino. Dejó de llover e incluso salió el sol durante unos pocos minutos, pero fueron los peores de todo el recorrido. El desánimo me podía. La Sierra me tenía casi vencido.
Me lancé a subir el embalse de la Maliciosa con muy buenas sensaciones y las piernas bastante frescas. Me sorprendió encontrarme tan bien y ascendí cómodo y sin agobios el primer kilómetro y medio. Superé la primera rampa del 24% con cierta comodidad, pero al intentar saltar el escalón que te introduce en un infierno de 50 metros al ¡¡¡32%!!! perdí tracción y tuve que poner pie a tierra. En ese punto es imposible volver a montar, así que ascendí los 300 metros más duros del puerto arrastrando la bicicleta por un camino que nunca baja del 20%. En el primer descanso que hay, volví a subirme a la bici y coroné, aunque con la sensación de haber hecho trampas. Seguía sin llover y el viento se había calmado, aunque el cielo, otra vez ennegreciéndose, anunciaba nuevos disgustos.
Bajé la Barranca, llegué al Ventorrillo y me lancé contra Navacerrada a muy buen ritmo. En la salida de la Pedriza llevaba hora y media de retraso sobre el plan previsto, pero ya había recuperado casi media hora en muy pocos kilómetros.
La alegría dura poco en la casa del pobre. A la altura de la Fuente de los Geólogos, a un kilómetro de la cima, volvió a llover con intensidad y grandes goterones. El cielo estaba negro y los truenos se escuchaban cada vez más cerca. Cuando llegué a la cima firmé una claudicación que me dolió en el alma. Renuncié a subir hasta la Bola del Mundo. El cielo estaba negro, jarreaba otra vez con fuerza y el camino de cemento se perdía a los pocos metros en un mar de niebla. Lo confieso, no me atrevía. Estaba solo y aquello era un infierno. No me arrepiento. Creo que hice lo correcto.
Chapuceé el problema como pude para intentar que el pistón no saltara del todo y ya no pude tocar la maneta trasera en todo el recorrido. Mi objetivo de bajar a toda velocidad se convirtió en una lenta caída hasta el Paular, tirando de las riendas de la bicicleta para que no se embalara. Cuando terminaba la bajada un coche se puso a mi altura y comenzó a darle al claxon. Me detuve para ver qué quería. Viajaban un sacerdote joven y una monjita ya entrada en años.
- “Perdona ¿Nos puedes decir cómo se llega a la Ermita de Begoña?”
- “¿Pero de dónde vienen ustedes?”
- “De Las Rozas”.
- “¿Y vienen por Navacerrada para ir hasta Miraflores?”
La subida de la Morcuera fue casi un descanso, después de una bajada incómoda sin frenos. Salió el sol durante unos pocos kilómetros, e incluso hizo un poquito de calor. Pero a la altura del desvío de la Cascada del Purgatorio, el cielo se volvió negro en unos pocos minutos y comenzó la tormenta más salvaje de todo el día, brutal, que me acompañó en los últimos kilómetros de subida y durante toda la bajada, primero por el pinar y más tarde por el robledal de Miraflores que tanto inspiró a Vicente Alexandre. Ese descenso volvió a ser tan terrible como el que había vivido por la mañana, en la Pedriza. Tenía las manos y los pies helados. Además el viento arreciaba en contra, y con fuerza. En Jacaranda, sin frenos, chorreando de nuevo, después de otro descenso peligroso con las zetas de la Morcuera convertidas en un reguero, decidí no lanzarme a por la Olla de San Blas. Se repetía lo sucedido antes en la Bola del Mundo. Era jugarse la vida.
El domingo, el sol, radiante, iluminaba toda la Sierra. Ella se reía me mí, caprichosa. Había conseguido que el día que elegí para mi aventura fuera el de peores condiciones climáticas desde el invierno. Pasé el día después con mi mujer y mis hijos, en Miraflores de la Sierra. Comimos unos caracoles, contemplamos el tronco del álamo negro, empeñado en resucitar con esas ramas verdes que crecen en su cima, y visitamos a la Virgen de Begoña, en recuerdo del curita y la monja perdidos del día anterior. Después, cenamos una hamburguesa de pollo en Soto. Creo que me lo merecía.
La Sierra no lo sabe, pero ahora, más que nunca, estoy ansioso por poseerla. Esta historia no se ha acabado todavía. Ella y yo quedamos citados para dentro de un año, por estas fechas, dos semanas antes del Solpao… o quizá antes.