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Descubriendo el mundo. Capítulos 2 y 3. Kuala Lumpur y Shanghai, torres reales de mentira en el Asia de los contrastes

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Caer dormido de cansancio, sin querer, con las gafas puestas y un libro esperando a ser abierto y despertar con mis niñas y mi mujer alrededor... hasta que me doy cuenta de que realmente estoy en un avión de camino a Turquía. Es una sensación que no recomiendo, como la de haber conseguido un sueño y que te lo arrebaten en el último momento. Ahora que lo pienso me recuerda un poco lo que debió sentir Fernando Alonso en Abu Dhabi, aquel gran premio en el que pudo convertirse en uno de los más grandes y siguió siendo sólo uno de los mejores. Hace tiempo que no acudo a esta cita, hay quien con más razón de la razón me lo dice, me lo echa en cara, me lo reprocha y eso me enorgullece, me hace sentir feliz de los amigos que están al otro lado de la pantalla del ordenador. Cómo ha cambiado la vida... ¿Recordáis cuando se escribía con máquina de escribir? Hace muchos años, pero yo, que acabo de cumplir 36 el dos de mayo comencé con la antigua Olivetti de mis hermanas hasta que la destrocé de tanto aporrearla escribiendo cuentos que quedaron en algún lugar de una papelera olvidada. Hace unos días leí que acaba de cerrar, en la India, la última fábrica que quedaba, pero quizá me impactó más saber que el año pasado vendieron 800 unidades... Seguro que alguna llegó a China. O a Malasia.

El viaje a Kuala Lumpur y Shanghai ha sido uno de los más impactantes de mi vida. Son casi 20 días fuera de casa en lo que los veteranos del oficio llaman un periplo, palabra curiosa donde las haya. El viaje comenzó diciendo adiós en el Mercado de San Miguel con cien gramos de jamón ibérico regalo de mi amigo Carlos, de la Taberna Miranda, sitio que os recomiendo si queréis comer bien en pleno Madrid de los Austrias, y un beso que me duró hasta el regreso.

Después de ir hasta Australia, el vuelo a KL no parece largo. Pero lo es. La alfombra de palmeras recibe al visitante en el aeropuerto internacional junto a una intensa oleada de calor, un taxi y una hora después aparecen ante mi las Torres Petronas, el edificio más increíble que jamás haya visto. Aunque pudiera parecer cualquier otra cosa, lo cierto es que esta milhojas de luz y acero que acaricia el cielo parece haber nacido de la tierra de Kuala Lumpur, rodeada de edificios que nunca intentan competir con su grandeza y de árboles, de lianas, de belleza natural. Solo les falta estar llenas de arbustos en una ciudad bella en su declive irreal. Porque Kuala es como una urbe de ciencia ficción dentro de una película del futuro, de esas en las que el ser humano ha sido devorado por los robots y ahora viven en pequeños grupos intentando devolver a los hombres la supremacía perdida. En los alrededores de las Petronas parece que en cualquier momento vayan a surgir de la nada grupos heroicos de la resistencia contra los sublevados. Junto a las torres, verdaderas protagonistas de la ciudad el mundo está engalanado de Fórmula 1, bares, terrazas, restaurantes y hasta hoteles como el Equatorial se visten de banderas de cuadros, fotos y hasta coches de competición que exigen atención al todo el que lo contempla. Kuala vive de noche, con cientos de mujeres de toda Asia desplegadas como aves orgullosas por sus calles buscando un momento de placer y el sueño de no tener que volver a hacerlo mañana.

El día llega de madrugada, con los restos de la noche desperdigados por las aceras y decenas de pequeñas motos como enjambres de abejas en cada semáforo esperando el color del permiso para volar con su irregular sonido en busca de destino. EL mismo que cada día buscaba en forma de circuito de la selva junto a Jaime Rodríguez y Álvaro Faes, enviados especiales de El Mundo y La Nueva España en un Proton, o lo que fuera aquello entre autopistas enormes, pero rotas por la naturaleza y la lluvia. Malasia es como los emiratos árabes, pero en viejo. No se hizo ayer esta ciudad, estas calles, tienen historia escrita cada día, cada madrugada...

Hasta la próxima, agradecimiento eterno a los dos colegas que se apiadaron de este recien llegado. O casi. Hasta unas horas después. Dos parejas de luna de miel endulzan la mirada, ella asturiana, él mejicano, de vida en Miami, mejor que en España, dicen..., los otros argentinos, de allá en Neuquen, últimos elegidos en la selva de los aviones. El penúltimo café malayo llega de la mano de un personaje del país que habla español como si fuera de Zaragoza, acento maño e historia de un trabajo junto al Ebro, de doce años, hasta que retornó a su patria. Cada semana acude religiosamente a uno de los restaurantes españoles de KL, Robertos Pinchos. Para recordar. Nostalgia.

Ese es el sentimiento que no me abandona ni siquiera en la sonrisa en estos viajes de privilegiado que pudieron ser antes, pero son ahora. Decía un antiguo amigo mío, al que sin conocer admiraba, que siempre es mejor ser periodista que trabajar...

Un vuelo más, en la compañía malaya, una japonesa que sonríe a trocitos al lado, y Shanghai en el horizonte. EL embrujo de la ciudad de novela llega como una aventura. Es inmensa, grande como ninguna otra, lo parece más que Sao Paulo, aunque no lo sea, edificios y edificios cortados por el mismo arquitecto y con pequeños pisos dividiendo vidas se distribuyen hasta donde llega la vista. A lo lejos el segundo edificio más alto del mundo, más que el casi kilómetro y medio de las Petronas. Menos impresionante.

Shanghai es español, recuerdo a un amigo, Pedro, que conocí en el pasado GP de Japón y no pude ver, y os recomiendo un bar de asturianos con nombre de canción alejandrina que me lleva a momentos de una niña que acababa de nacer: el Lola. Tú ya no estás sola, aquí estoy yo...

Shanghai es una metropolí de la antiguedad construida en el futuro. Enorme, bulliciosa, repleta de luz, de vida, donde el Ferrari más rojo rueda junto a una bicicleta pequeña y repleta de bultos en la que un anciano se empeña en hacer rodar. Contraste asiático de un país en el que el twitter y el facebook no existen, pero se burlan con trucos del amigo americano. Los chinos no conducen bien, los semáforos son adornos para ellos, los taxistas que deben recoger un papelito en los hoteles en su idioma para indicarles el destino, son la clase que mejor recoge las características de la caricatura de esa profesión en ocasiones maltratada. La ciudad es suya. El mundo es suyo. Eso sí, son baratos. Mucho. Y silenciosos.

El circuito es increíble, grande como todo aquí y bandas de chicos jóvenes ayudan para todo. Incluso dan la dirección del Copy Market, zocos, mercadillos ambulantes de mentiras convertidas en reales centros comerciales que ofrecen sin ser vistos relojes, cazadoras y bolsos de las mejores marcas del mundo a precios que hacen pensar que quizá no son de verdad. No creo, ¿no? Ejem...

China, donde cada imagen merece una fotografía en la mente. Shanghai, una ciudad que anticipa lo que al mundo le espera, pero que reconoce que aún debe esperar. No tanto como vosotros para leer el próximo post (no me gusta esa palabra, a ver si hay algo en español, se admiten sugerencias), porque ya estoy en Turquía. En un viaje en el que debía estar en dos sitios a la vez y que comenzó dormido por el cansancio imaginando que eran ellas quienes me despertaban, pero estaba en un avión. Comenzando otra aventura...