Dos partidos de baloncesto
Favorito o no, víctima o verdugo. Con una plantilla joven, corajuda pero no lo suficientemente equilibrada. Atrapado entre el pasado y el futuro, entre el realengo de su nombre y las congestiones recientes de su planificación. Navegando entre dudas, costaladas y una presión a veces irrespirable. Abonado al drama como forma de vida y al crecimiento a través del dolor hasta un extremo darwinista. Dramático en los desenlaces pero muchas veces tedioso en los entreactos. Anticlimático o fervoroso según el día o según se mire. Pero vivo. Vivo y coleando entre los cuatro supervivientes de la Euroliga. Vivo y aspirante en la Final Four. Cuando lo que hay detrás deja de tener importancia aparece al fondo el Real Madrid, tres lustros después. Y ahora, cuando casi todo lo demás deja de importar, le separan de la más dulce de las glorias dos partidos de baloncesto. Tan simple o tan complicado; tan dramático o tan azaroso.
Hay aficionados del Real Madrid que no habían nacido cuando el último título (1995) y la última Final Four (1996). Y de ahí nace, a vuela pluma, una primera pero capital reflexión: la batalla era volver pero la guerra, el objetivo real, es hacerlo y mantenerse. No tiene que haber empacho por volver a estar sino hambre por volver a ser. Conviene asumir que no se ha logrado nada y la mejor receta contra la autoindulgencia es recordar lo obvio: el Real Madrid no puede asumir más trances de tres lustros viendo la Final Four por televisión. No tiene que hacerse merecedor a ello a base de malas decisiones deportivas o mala gestión (rácana, confusa o ambas cosas) en los despachos. El Real Madrid tiene que pelear siempre con fuego real por estar entre los mejores de Europa y eso no implica jugar cada año la Final Four (nadie puede garantizar tal cosa) sino estar entre los seis o siete equipos que cada año aspiran, con verdaderos galones, a estar. Y si este viaje al Sant Jordi sirve para dar un espaldarazo al eje vertical del proyecto (afición-equipo-banquillo-despachos) ya habrá servido de mucho. Aunque no se gane y por una cuestión de optimista aire fresco en la perpetua reflexión sobre la dirección de la sección. Porque por un lado están la victoria y la derrota y por otro las directrices para volver a enfrentarse a las dos caras del deporte en doce meses. Y en veinticuatro, y en treinta y seis… la alternativa es castrante e indigna de un club que sólo puede ser a partir de lo que una vez fue. Es la maldición de la grandeza. Una bendita maldición.
Lo que una vez fue: el 13 de abril de 1995 el Real Madrid se proclamó Campeón de Europa. Drenó en semifinales a Limoges (le dejó en 49 puntos, 62-49) y licuó en la final a Olympiacos: 73-61 con 23 puntos de Sabonis, recién y tan justamente incluido en el Hall of Fame, y 16 de Arlauckas. 110 puntos encajados en dos partidos, una pista identitaria sobre las opciones del equipo blanco quince años después. Un equipo entonces bajo la dirección de un todavía joven Zeljko Obradovic pero que ya había tocado con su varita mágica a Joventut y Partizan. Obradovic, el Aquiles del ‘Héctor’ Messina cuya sombra sobre el Sant Jordi será poliédrica, estará en Barcelona por si el Real Madrid quiere mirarse en el espejo de lo que fue y para recordar que hay categorías de trabajo que terminan luciendo entre la aleatoriedad maravillosa y tantas veces poética del deporte: ningún equipo de la Final Four 2010 repite en 2011. No estarán Navarro, Teodosic, Khryapa o Kleiza. Y los que están (Maric, McCalebb) han cambiado de uniforme así que doce meses nos parecen una era, el tiempo en el que Obradovic parecía un dinosaurio cerca de la extinción y no la mezcla colosal de depredador y brujo que ha vuelto a ser. Y el todavía campeón, Regal Barcelona, bien que lo sabe: los alumnos se convierten en presas, la letra con sangre entra.
A contracorriente, cazador o cazado
El Real Madrid es un invitado extraño en la Final Four. Comenzó la temporada atormentado por el fantasma del Barcelona (aquel 89-55 de la Supercopa que anuló cualquier efecto vigorizante del verano). Ha vivido entre picos de optimismo y sospecha, entre la construcción a medio plazo y la necesidad imperante. Y ha sobrevivido tanto a aguaceros pasajeros pero torrenciales como a la tormenta perfecta que supuso la convulsa salida de Messina. El Real Madrid está en la Final Four gracias al reagrupamiento en torno a sus virtudes y a un empujón favorable de las circunstancias que otras veces le negaron el saludo: calendario, picos de forma y salud, la virtud de la heroica… Quizá por eso el Real Madrid parece el equipo más distinto de los convocados en el Sant Jordi, en algunas cosas el más limitado y en otras el más peligroso. Queda ver si jugará su partida con presión o sin ella, liberado o enredado, con alas en la espalda o cadenas en los tobillos. Y la palabra, quizá la más importante de las que le corresponden, la tiene Lele Molin.
Un clásico axioma del póquer, endiabladamente sencillo pero endiabladamente profundo, asegura que si a los cinco minutos no sabes quién es el primo, es que el primo eres tú. El improbable Lele Molin ejercerá de verso libre en una Final Four tan de entrenadores. Y no es una crítica, no mientras no comprobemos el grado de liberación con respecto a los traumas heredados de la interrumpida era Messina y el valor real de la autogestión y la mano derecha. De ahí se puede obtener beneficio y ese es (a la fuerza ahorcan) el enfoque libre, el enfoque del Real Madrid. Porque la visión más academicista redobla la cotización de las trampas para osos de Obradovic, de la energía relampagueante de Pianigiani y de los renglones torcidos de David Blatt. Molin surge como incógnita, wild card o condenado a galeras. Solución o problema: si a los cinco minutos no sabes quién es el primo, es que el primo eres tú.
Fuerzas y flaquezas en equilibrio
Dudas: el Real Madrid llega justo porque tiene una rotación limitada, máximo nueve jugadores útiles según partido y circunstancias. Prigioni (34 años y muchos kilómetros en las piernas), Llull y Sergio han superado lesiones recientes y se les necesita en punto y a punto. Por carencias de diseño y reparto de roles, el Real Madrid es un equipo en el que media docena de jugadores pueden convertirse en héroes cualquier día y en cualquier circunstancia pero en el que ninguno de ellos ofrece la seguridad de que lo será en el día y la hora adecuados. Con un juego interior fuerte y de notables variantes ofensivas, el roster del Real Madrid es fajador pero irregular en las posiciones exteriores tanto en ataque como en defensa. Es muy reboteador pero demasiado aparatoso en la transición. Hay, lo hemos visto, un Real Madrid en el que Tomic domina, los triples llueven con finura, Llull galopa, Prigioni es marcial para que Sergio sea genial y Mirotic (o incluso el muy cuestionado Tucker) revoluciona el partido desde el banquillo. Pero también hay, y lo hemos visto aún más veces, un Real Madrid en el que Tomic se hace de plastilina, la circulación se colapsa, los tiros se seleccionan mal, Prigioni frena demasiado, Llull acelera hacia ningún lugar y los exteriores rivales bailan claqué a ritmo de bloqueos y continuaciones, puertas atrás y otros movimientos que están en el catecismo más básico del baloncesto. En el punto medio se sitúa el Real Madrid habitual, con un poco de todo eso y por lo tanto enormes virtudes y horribles defectos, acostumbrado a la épica y el drama ante casi cualquier rival, del más poderoso al más mundano. Un Madrid que gana a cualquiera o pierde (casi) con cualquiera. Es un aviso, no es pesimismo: lo que vale contra casi todos los rivales ACB y lo que vale para fundir a Power Electronics en una serie decidida en el segundo tiempo del quinto partido puede no servir aquí y ahora. El Real Madrid está listo por la genética de su plantilla para competir en la hora de los valientes pero quizá no lo esté tanto para hacerlo en la hora de los mejores. Hablo de distribución de la riqueza (calidad, profundidad real, roles).
Galones y disfraces
Si limitáramos el análisis a las impresiones de los cuartos de final, el favorito rotundo sería Panathinaikos por la forma en la que metió al Barcelona en un embudo viciado y claustrofóbico: Obradovic en plena forma dominó todo lo que sucedió en la serie. Dentro, fuera y alrededor de la pista. Cuando Obradovic alinea sus planetas, sus equipos son la competitividad hecha carne y más con un Maric sano y en dinámica y después de haber demostrado que sacaron petróleo de la aparentemente traumática marcha de Spanoulis. Sin el escolta el mando de Diamantidis ha pasado a ser dictatorial y el equipo funciona como un reloj porque la conexión entre el base y su entrenador es tan alquímica que asusta. En esa mejor versión del conjunto heleno, la de cuartos y no la de buena parte de las fases de grupos, aparece un Calathes por fin despierto y una vieja guardia, Nicholas y Batiste, con la experiencia y la calidad para resultar definitivos junto a las apariciones de Sato, el trabajo focalizado de Perperoglou, Vougioukas o Tsartaris y la clase gélida de Fotsis… Panathinaikos es otra vez el viejo león: sabio, seguro, firme y orgulloso. Un equipo planeado para citas así, un rival que se te mete dentro de la piel y te ha ganado mucho antes de que te des cuenta, una pesadilla en verde a la que nunca pierdes de vista pero a la que nunca alcanzas. Remas, remas y remas hasta que te das cuenta de que un puñado de puntos es un abismo. Ese es el gran secreto que se esconde en la sonrisa torcida de Obradovic, amo y señor, corazón y huesos del universo Panathinaikos. Todos tras su voz, todos a su mando.
La vieja muralla macabea
Así que las opciones del Real Madrid están en llevar el partido a su ritmo, ser sólido y colectivo y tener un número alto de jugadores en implicación y producción (en eso falló Baskonia en cuartos). El Real Madrid tiene que seleccionar bien sus tiros, obligar a Pargo a pensar y castigar a Schortsanitis, intentar que acumule faltas o minimizarlo si finalmente (mala señal) está muchos minutos en cancha. El Real Madrid no puede tener las lagunas que acostumbra en tantos partidos, las desapariciones que le hacen desperdiciar ventajas o alargar desenlaces. David Blatt acostumbra a trabajar alternativas y emboscadas y sabe que el Madrid ni siempre lee bien las situaciones de juego ni siempre se mantiene en el partido en los mismos niveles de concentración y energía. Porque tiene que tener claro que en su mejor versión está legitimado para ser campeón de Europa pero también que esta vez no le sobra nada. 80 minutos, dos partidos de baloncesto. Esa es la misión, la distancia que le separa del más preciado de los tronos. ¿Un pasito o un abismo? Las respuestas vienen de camino y se acercan galopando. Y si a los cinco minutos no sabes quién es el primo...